La autoimputación de sectarismo con que el Gobierno quiso dar explicación a los resultados de las elecciones seccionales resulta ser válida no solo para caracterizar la derrota electoral del 23F, sino que se constituye en el rasgo que mejor define a los regímenes del ala bolivariana del continente. La forma en que estos grupos políticos en el poder miran a todo aquel que pueda disputarles su espacio es sectaria y genera una polarización antidemocrática que puede desembocar en escenarios violentos como el que se observa actualmente en Venezuela.
El sectarismo es el mecanismo mediante el cual la mirada revolucionaria divide a las personas entre los “nuestros” y los “otros”. Mientras los nuestros tienen “las manos limpias, las mentes lúcidas y los corazones ardientes”, los otros son portadores del mal y merecen todo tipo de apelativos. Lo de la “derecha fascista”, que caracteriza al discurso chavista y que ha empezado a usarse peligrosamente en nuestro país para calificar a la oposición, es apenas uno de los epítetos, y no el más insultante, que usa la retórica revolucionaria.
El sectarismo no reconoce la instituciona lidad democrática en aquello que hace referencia a la defensa de los derechos y sus garantías; si a los otros se los concibe como portadores del mal, su acción será la exclusión del adversario, al cual mira como enemigo que debe ser aniquilado. Convencido de sus razones, el sectarismo no está dispuesto a concebir la posibilidad de la alternancia en la gestión del poder, porque ello amenazaría la consecución de los logros y la realización del ‘proyecto’. La institucionalidad que garantiza la pluralidad de voces y de actores como pertenecientes a la vida política, debe ser sacrificada si ella puede permitir el acceso al poder de aquellos que son portadores del mal. Los regímenes que adhieren a la Alba miran la política atravesada por un maniqueísmo ideológico y moral que termina arrasando con los derechos fundamentales.
El fenómeno es aún más claro en la Venezuela de Maduro, donde las instituciones de defensa de los derechos han sido virtualmente arrasadas, al punto de generar una situación de inminente guerra civil.
El sectarismo se expande regionalmente hacia instancias como la OEA y la Unasur, que parecen haber sucumbido a su lógica.
Partidos, movimientos y regímenes que en otras condiciones hubieran denunciado la supresión de los derechos en Venezuela hoy permanecen callados.
Sorprende que países como Brasil y Argentina, quienes deberían liderar la defensa de la democracia en la región, parecen doblegarse frente a sus compromisos económicos con el Régimen venezolano; sectarismo e intereses inmediatistas confluyen perversamente frente a las graves afectaciones a la vigencia de los derechos fundamentales en ese país.
El desenlace de este conflicto no solo compromete a Venezuela, sino a la democracia en el conjunto de la región.