Alberto Fujimori encarnó una de las formas más siniestras de pragmatismo político. Durante una década, una porción mayoritaria de la sociedad peruana le toleró todo tipo de desafueros a cambio de resultados tangibles. El combate a Sendero Luminoso, por ejemplo, justificó el atropello sistemático a los derechos humanos, el sometimiento y la cooptación de la prensa independiente, o la diseminación de la corrupción como forma de gobierno. La vieja aberración de que “no importa que robe con tal de que haga obras” operó como mecanismo de relojería.
En América Latina, el pragmatismo se ha manifestado a través de dos estrategias: la aplicación de políticas populistas y la creación de redes clientelares eficaces. Para que este sistema funcione se requiere de un liderazgo fuertemente personalizado, así como de una estructura vertical integrada por jerarcas y dirigentes menores, que reproducen en todos los niveles los referentes personalistas del poder. Desde la máxima autoridad hasta la base social existe una intermediación muy bien clasificada de capos de todo calibre. Estos se encargan de garantizar una conexión fluida y expedita entre el líder y las masas, y de movilizarlas al calor de las necesidades coyunturales. En esa lógica, cualquier institucionalidad sobra: el pueblo siempre mantendrá viva la esperanza de llegar directamente al caudillo para canalizar sus demandas. La sociedad política se vuelve innecesaria e inoperante.
El caudillismo no elimina las diferencias ideológicas; simplemente las opaca bajo el manto de la adhesión incondicional a la imagen del líder. En la práctica, es el mayor obstáculo para la democratización de la política y para el fortalecimiento de la sociedad. Elimina el debate, fanatiza al pueblo, enraíza una cultura de la incondicionalidad, anula la crítica y recicla permanentemente el espejismo social. Y lo más grave, instituye las dinastías políticas. En un contexto de pobreza y marginalidad, es sorprendentemente exitoso.
Así lo confirman los resultados electorales del Perú. Que Keiko haya alcanzado una votación cercana al 50% del electorado no puede entenderse fuera de la lógica de las adhesiones incondicionales al fujimorismo que dejó sembradas su padre. Quien haya transitado por Lima lo puede confirmar. Mucha gente de a pie –más de la pensada– le perdona todo al ‘Chinito’, porque supuestamente salvó al país del marasmo. Ni diez años de alternancia, ni la comprobación judicial de los crímenes cometidos han logrado desvanecer esa tendencia. Y lo patético es que, con la votación alcanzada por su hija, la posibilidad de que el fujimorismo vuelva con más fuerza en las próximas elecciones es absolutamente real.