El Ecuador está retratado en dos acontecimientos de la semana pasada: la aprobación de la Ley de Hipotecas y el incendio de un local de fabricación de pinturas en Guayaquil. El primero es un ejemplo del trabajo que hacemos para reducir los riesgos que enfrenta la población. El segundo es una muestra de lo mal que hacemos ese trabajo.
El manejo de riesgos ha sido un desafío perenne en la historia de la humanidad. Desde las cavernas hasta la fecha, hemos debido buscar la respuesta a qué hacemos para no quedarnos sin agua cuando no llueva, cómo evitamos que el incendio de una vivienda se propague a manzanas enteras o cómo prevenimos que una caída del precio del petróleo termine en guerra civil. Pero en el Ecuador ni el Estado asume cabalmente su responsabilidad de minimizar estos riesgos ni, peor aún, la sociedad exige a los responsables que cumplan su tarea, como demostraron los dos eventos de la semana pasada.
Resulta preocupante que la Municipalidad de Guayaquil no haya impedido que un local de esas características opere en el centro de la ciudad. Pero más alarmante es que, ante la pregunta planteada por un reportero de Ecuavisa a uno de los habitantes del barrio sobre si se había quejado por la presencia de ese negocio, este responda: “no, nunca, para no hacer la mala vecindad”.
También causa angustia que el Gobierno, a través de un gasto público desmesurado, genere desequilibrios económicos en el presente y se quede pelado para atender emergencias en el futuro. Pero más inquieta que la sociedad esté dispuesta a canjear su carro nuevo o sus utilidades estratosféricas por el silencio, como si en el futuro no fuera a tener que enfrentar los riesgos que se acumulan hoy.
Asombra, además, que el Gobierno, por un lado, inyecte los recursos que podrían generar una burbuja inmobiliaria y, por otro, finja interés por mitigar los impactos de la posible burbuja promoviendo la Ley de Hipotecas. Asusta que, encima, la Asamblea incluya en la Ley la obligación de que los bancos otorguen un porcentaje mínimo de créditos hipotecarios, lo cual podría inflar aún más la eventual burbuja. Pero más terror produce la indiferencia, y en algunos casos hasta la alegría, con la que la sociedad reacciona ante estos eventos.
La causa del subdesarrollo en el Ecuador no es que los administradores del Estado hagan un pésimo trabajo, sino que la sociedad se los permita. El problema no es la indecencia de los políticos, sino la comodidad, la hipocresía y la complicidad de los ciudadanos. El asunto es que somos unos perritos corruptos que con un poco de comida dejamos de ladrar.
Este país progresará cuando la sociedad se dé cuenta de que la mala vecindad no es la que llama las cosas por su nombre, sino la que prefiere callarse para evitar cualquier incomodidad hoy, aunque así permita que luego se incendie el vecindario.