El tema de la madre tiene su retórica y, en un día como hoy, resulta fácil echar mano del sentimentalismo para recordar, perdidos en medio de las ofertas comerciales, lo que nunca deberíamos de olvidar.
La primera iglesia doméstica, en la que aprendí a rezar y a saborear la confianza, fueron las faldas de mi madre. En aquel nido, cálido y acogedor, comprendí de forma natural y para siempre que sólo el amor nos libera del miedo. No era mi madre una pedagoga acartonada, con títulos colgados en la pared. Tenía, eso sí, la sabiduría propia del que ama con pasión y es capaz de transmitir a los otros la fortaleza de un latido liberador. Todavía hoy vivo de aquel latido, a pesar de los años y de las heridas del camino.
En la vieja galería de la casa ella cosía y yo jugaba. Incluso sin ver sus ojos, sentía que me miraba. Esa sensación de protección me ha acompañado toda la vida. Quizá por eso nunca fue difícil para mí comprender la cercanía de Dios, incluso cuando era yo quien me alejaba… El orden, la mesura, la constancia, una cierta terquedad, también formaban parte de la vida cotidiana. De su mano aprendí el valor de la lealtad, la fidelidad a la palabra dada, la compasión con el sufriente, con el que llama a la puerta para pedir no más que un trozo de pan.
El ejercicio de lealtad mayor lo viví en la primera adolescencia. Mi padre, destinado lejos de la casa, fruto de una venganza miserable, como todas las venganzas. Mi madre, afanosa, de rodillas en la cocina, organizando cada lunes el cartón de víveres que enviaba por encomienda. Y yo, en medio, testigo de la ternura y la firmeza, aprendiendo que en la vida se ama siempre por experiencia o por nostalgia, descubriendo en definitiva que al amado, a pesar de la distancia, hay que serle fiel. Así, los silencios sonoros de mi madre me han acompañado siempre.
Y la exigencia. También eso aprendí en su regazo. Hacer las cosas bien y a tiempo. “Porque el tiempo es oro y el oro se escapa entre los dedos”, solía decir. Y hoy, que estoy en la penúltima vuelta de la vida, descubro, con la misma fuerza del principio, el valor del tiempo y del amor, frágiles, precarios y con fecha de caducidad. Ojalá que los últimos latidos se parezcan a los primeros, igual de puros y confiados.
Posiblemente este sea un día agridulce. Muchas madres sentirán que se cumplen sus deseos al calor de una caricia, de una palabra, de un beso o de un regalo. Otras cerrarán las puertas de su alcoba para no ver el hueco vacío. Quizá tarareen solas las notas de la ternura o quizá, simplemente, se refugien en el silencio… Algún día, los hijos despistados, corroídos por la usura del tiempo y por la codicia de la vida, descubrirán que madre sólo hay una. ¿Llegarán a tiempo? Lo deseo de todo corazón en este día, marcado por la nostalgia, pero siempre agradecido.