El macho come llapingacho

Supongo que no violo la veda electoral si anoto que esta campaña puso en evidencia el triste nivel de los políticos ecuatorianos. Ante ese espectáculo deprimente me vino de perlas una invitación a navegar por las islas Galápagos, desconectado del internet, la televisión y el reino de la propaganda.

Santo remedio, me dije, descifrar la historia en el caparazón de las tortugas y en las forma caprichosas de la lava, olvidado de todo lo demás. En efecto, todo iba de película: el mar tranquilo, el clima tórrido refrescado por los vientos alisos y los piqueros patas azules y las iguanas de tierra indiferentes a nuestra presencia, así hasta que, mirando a las lobas que se tendían a tomar el sol en la arena resplandeciente, la Paula dijo “así querría ser yo, esta es la vida perfecta”.

Como si la hubiera oído, el lobo marino más grande y oscuro, un macho-alfa de verdad, no de publicidad, irguió la cabeza sobre el agua y gruñó, recordándonos que en esa aparente calma había una lucha feroz por las hembras y el territorio pues los machos jóvenes rondaban la isla aguardando el momento de derrotarlo y apropiarse de su harén. O sea, la eterna lucha por el poder, que entre los machos que comen llapingachos se expresa en la búsqueda de fama, billete y mujeres.

De vuelta en Quito me siento a ver la película donde el soberbio actor Gary Oldman encarna a un macho-alfa bastante más sofisticado que el lobo galapagueño: es Winston Churchill, ese aristócrata inglés perennemente envuelto en el humo del cigarro y las burbujas del champán, que en la hora más oscura de Inglaterra, cuando los nazis todopoderosos amenazaban con invadir su isla, logró unificar al reino con su verbo formidable y la consigna de combatir al enemigo en las calles y los montes y las playas y jamás rendirse ante las tropas de otro macho-alfa, pero de la peor especie, un artista fracasado movido por el rencor y el delirio y sostenido por el aparato de propaganda de Goebbels, cuyo decálogo también se aplicó en nuestro país.

El cuarto alfa no es él sino ella y la descubro en otra de las películas nominadas al Óscar. Se trata de Katharine Graham, a quien la muerte de su marido saca de su hogar de dama de la alta sociedad para ponerla al frente del Washington Post en otra hora crucial, cuando debe decidir si publica o no los Papeles del Pentágono; es decir, si lo arriesga todo, incluida su libertad, a cambio de desenmascarar al establishment político-militar que desde 20 años atrás viene engañado al público respecto de la guerra de Vietnam.

Rodeada de hombres importantes que intentan frenarla, salvo aquel representado por Tom Hanks, otra vez la impecable y sobria Meryl Streep nos transmite el conflicto que se desarrolla en el corazón de Mrs. Graham, quien opta por cumplir con la misión del periodismo mientras la reacción del presidente Nixon delata que bajo el leve barniz de la civilización sigue vigente la ley de la selva.

pcuvi@elcomercio.org

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