En sus Notas sobre la literatura inglesa, que es quizás el mejor libro que me haya leído en la vida, o uno de los mejores, sin duda, cuenta el Príncipe de Lampedusa que siempre llevaba en el bolsillo una edición portátil de los sonetos de Shakespeare.
Siempre. Lo hacía como quien carga un amuleto de la buena suerte, para abrirlo al azar cada vez que el mundo lo asaltara con algún espectáculo grotesco o descorazonador o infame.
La poesía como eso que García Márquez llamó una ‘cura de burro’: un remedio brutal y desesperado, que nos rescata del desastre cuando ya no puede hacerlo nada más, ni siquiera la fe ni la ciencia ni el amor ni el fútbol, nada, y entonces nos toca tomarnos de un solo golpe un aguardiente doble o un ron o un tequila, y ahí sí seguir corriendo.
Pues eso hacía Giuseppe Tomasi Mastrogiovanni Tasca di Cutò, Príncipe de Lampedusa y autor de esa obra maestra sobre el poder y la nostalgia: El Gatopardo, la cual se publicó un año después de que muriera su autor y tras varios y displicentes rechazos en las editoriales más importantes de Italia, hasta que Elena Croce la sacó de la basura.
Una de las mejores novelas de todos los tiempos que casi no llega a serlo, y que lo fue gracias al azar. Eso hacía Lampedusa, el último gatopardo: aplicarse un poema de Shakespeare al azar, como un aguardiente doble o un tequila o un mezcal, cuando caminaba por Palermo y se le cruzaba una injusticia o una vulgaridad, o una palabra desagradable, o un acto de soberbia o de maldad o de idiotez. Sacaba en el acto su librito y lo abría en cualquier página.
Así empieza el soneto 48: “Más cierro yo los ojos, y más con ellos puedo ver…”.
Hace unos días, en la Feria del libro de Bogotá que cada año es una dicha, un remedio y un consuelo -este año hemos debido prorrogarla hasta después de las elecciones, al menos así nos refugiamos del horror de los políticos mientras llega el Mundial-, conocí al escritor español Eduardo Lago, quien me contó una escena conmovedora que vio en el Metro de Nueva York: una muchacha que en medio del tráfago del mundo, como si nada, como si estuviera sola, leía La consolación de la filosofía de Boecio. Un acto revolucionario.
Por estos días los colombianos padecemos un espectáculo grotesco, descorazonador, infame. Como si no fuera ya suficiente con las consecuencias de sus actos y de su negligencia que pagamos todos, nuestros políticos nos han sometido a un verdadero infierno de intrigas y bajezas.
Un infierno que aun en este país sectario y fanático resulta insoportable.
La patria boba que siempre logra revivir, y a la que ya le llegará muy pronto, ya verán, un demagogo que en nombre de la salvación y la venganza no deje piedra sobre piedra. De izquierda o de derecha, da igual. ¿Será locura cerrar los ojos para ver mejor? Quizás. Pero aunque sea locura, como en Hamlet, hay método en ella.