En uno de sus célebres apólogos, Oscar Wilde presentó alguna vez a sus contertulios una provocativa versión de un viejo mito: dijo que cuando Narciso murió, las Oreadas se acercaron al estanque y lo encontraron triste. “No nos sorprende tu tristeza –le dijeron–; nadie más que tú para lamentar la muerte de Narciso”. “Sí –dijo el estanque–, nadie amó a Narciso más que yo”. “Todas le amamos –dijeron las Oreadas–, pero tú fuiste quien mejor conoció su belleza”, a lo que el estanque respondió: “¿De verdad era bello?”. Sobrecogidas por una sorpresa que antes no tuvieron, las Oreadas replicaron: “¡Pero quién podría saberlo más que tú!”, y el estanque dijo al fin: “No, nunca lo supe; yo le amaba porque al inclinarse sobre mis aguas, yo podía ver mi propia belleza reflejada en sus ojos”.
Se me dirá que esa es una desvergonzada exhibición del egoísmo: puede ser, y acaso es lo que corresponde a la personalidad cínica de Wilde. Pero como el sentido de los textos literarios no depende de las intenciones de su autor, sino de las múltiples decodificaciones que pueden hacer de ella todos sus lectores, yo he decidido hacer la mía: estoy convencido de que nadie puede alcanzar la plenitud de la conciencia de sí mismo si no llega a verse en los ojos del otro. O si se prefiere, el único camino del individuo hacia su profunda e irreductible ‘mismidad’ es el que pasa por la conciencia del otro.
En sus ‘Poemas y canciones’, Antonio Machado expresa mucho mejor esa misma idea: “El ojo que ves / no es / ojo porque tú le veas; / es ojo porque te ve” –nos dice, recordándonos que no somos exclusivamente los seres capaces de ver al mundo, y a los otros, porque también somos vistos; y agrega: “Mis ojos en el espejo / son ojos ciegos que miran / los ojos con que los veo”, con lo cual nos previene contra la falsa ilusión de conocernos mejor si nos volcamos hacia nuestro propio interior, en busca del engañoso y deformante espejo de nuestra conciencia. Y remata su idea con un toque magistral, que desde luego puede ser revertido: “Dicen que un hombre no es hombre / mientras no escucha su nombre / de labios de una mujer”.
No hay, no puede haber, ninguna conciencia de identidad que pueda escapar a esta regla: toda identidad, y también las identidades colectivas (las familiares, las políticas, las religiosas, las gremiales, y también las nacionales) se construyen solamente en la confrontación con el otro. Así se construyó la identidad americana, cuyo comienzo acaso deba buscarse en la pregunta que debió haberse formulado en la cabeza de aquellos nativos de la isla Guanahaní, que vieron llegar a los primeros españoles: “¿quiénes son ellos?”. La misma pregunta debieron haberse formulado los recién llegados: “¿quiénes son ellos?” La pregunta por nuestra identidad, que en estos tiempos ha cobrado una nueva actualidad, comenzó, en consecuencia, en la pregunta por el otro –por ese otro sin el cual ni los individuos ni los pueblos podemos llegar a ser lo que somos.