Si se habla de un gobierno de facto, de una dictadura, hay coincidencia general en que debe tener frenos, y que uno de sus problemas es la ausencia de ellos y la ausencia de legitimidad. El tema se complica cuando se plantea la limitación del poder democrático, porque hay quienes piensan que el pueblo y sus representantes deberían tener poderes absolutos y potestades incuestionables. El “democratismo”, o democracia totalitaria, se puede transformar así en enemigo de las libertades.
1.- Democracia y libertades.- La simplificación de los conceptos confunde libertades y derechos fundamentales con “democracia”. En realidad, se trata de dos asuntos distintos. (i) La democracia es una teoría política que busca dotar de legitimidad al poder y de dignidad a la obediencia, bajo la idea de que el poder viene del pueblo; que la estructura constitucional y el ordenamiento legal son producto de la participación de la gente. La democracia no se ocupa de limitar al poder, ni de ponerle frenos. Se ocupa de buscar razones y argumentos para que obedezcamos.
(ii) El liberalismo es la doctrina que afirma, rescata y garantiza los derechos fundamentales, que afirma los espacios de autonomía de las personas y que procura asegurar la soberanía de los individuos y limitar el poder. Es el liberalismo político el que plantea las responsabilidades del Estado en función de la legalidad.
La combinación ideal es la “democracia liberal”, es decir, un sistema según el cual la legitimidad y las potestades legales nacen de la decisión de cada ciudadano; un sistema que genera un poder limitado, responsable, que no puede sobrepasar los derechos individuales, porque se somete a la Ley y a la dignidad y condiciones de la persona humana. Los derechos no nacen del contrato social, ni de su producto político -el Estado-. Son anteriores y superiores a ellos, y por eso, son, intocables para mandatarios y legisladores. La tarea esencial del poder es articularlos en las normas, “juridificarlos” y hacer posible su efectiva vigencia, su fortalecimiento y protección, creando las mejores condiciones para su ejercicio, propiciando el “bien común”, esto es, un ambiente en que prospere cada persona por su propio esfuerzo.
La tesis del poder absoluto de las masas es antidemocrática y antiliberal, porque conspira contra los derechos ciudadanos, que no pueden ni deben depender del poder de la multitud que vota, ni de sus mandatarios.
2.- El “despotismo” del legislador.- Este tema adquiere relevancia cuando prospera la tesis de que los asambleístas estarían revestidos de potestades absolutas y podrían ejercer sus poderes sin más limitación que sus compromisos ideológicos y las líneas que marque un proyecto político. La tentación de obrar así se acrecienta tras los triunfos electorales, sin advertir que el mandato no puede convertirse en carta blanca para legislar. Hay que considerar, además, que la crisis de representatividad política no se ha superado en el país, ya por las deficiencias del sistema electoral, ya porque la propaganda desfigura y desnaturaliza la democracia, y porque la “lógica electoral” se guía casi exclusivamente por la valoración de la “popularidad” del candidato, asunto que prospera con discursos invariablemente vinculados con la tradición clientelista, remozada por el populismo.
El problema de fondo es que ni los legisladores, ni las mayorías, tienen lo que podría llamarse la “verdad jurídica absoluta”, y tampoco pueden ni deben modificar la realidad desde una perspectiva simplemente ideológica. Ni las revoluciones lo han logrado, pese a los enormes sacrificios impuestos a la gente. El hecho es que antes de las leyes que se dicten, y sobre ellas, hay valores compartidos, hay una “cultura” que es la infraestructura que une a la sociedad, y ese tema debe considerarse cuando se legisla. Parte de esa cultura es la “seguridad jurídica” que toda comunidad reclama para vivir. La “seguridad jurídica”, la previsibilidad de los actos de la autoridad, la certeza de normas claras, vigentes y aplicadas, son la sustancia del Estado de Derecho.
3.- El derecho, garantía de las libertades.- El contrapeso a una “democracia totalitaria”, siempre posible por el afán de poder de las mayorías, es el Estado de Derecho, aquel en cual la Constitución y la Ley están, efectivamente, por sobre gobernantes y legisladores, y por sobre el pueblo inclusive, de modo que soberanía popular no puede entenderse como poder arbitrio, ni como potestad absoluta de las mayorías. Es lamentable, por eso que la Constitución del Ecuador haya eliminado de su texto la mención concreta al concepto de “Estado de Derecho”, y haya inaugurado las “políticas” discrecionales como poderoso instrumento de gobierno, cuya aplicación puede generar incluso la disolución del Legislativo si “entorpece” la aplicación de las medidas provenientes de esas políticas.
4.- El poder político debe ser legítimo en su origen y limitado en su ejercicio.- En el Estado de Derecho se conjugan tres grandes virtudes políticas: (i) la legitimidad por el origen, que, en la visión democrática, está en el pueblo; (ii) la limitación en su ejercicio por medio de la Constitución y la Ley; y, (iii) la responsabilidad política de gobernantes y legisladores, que involucra la rendición de cuentas por las consecuencias de sus actos, incluso legislativos, responsabilidad que deriva de que los mandatarios y legisladores ejercen un poder ajeno, del cual son solamente transitorios titulares, y de que hay reglas jurídicas y morales que les obligan y que, por tanto, no pueden obrar a su arbitrio.
Así, pues, el Estado ideal es el que asocia el poder legítimo, que deriva de la voluntad mayoritaria de la población, con el poder limitado por el Derecho.
fcorral@elcomercio.org