Los límites de las mayorías

El gran equívoco de estos tiempos está en asignar a las mayorías electorales el papel de juez absoluto de los derechos y de árbitro inapelable de las garantías. El problema está en hacer del "sorteo de la felicidad colectiva" un dogma incuestionable, y en pensar que la sabiduría y la justicia dependen de la mitad más uno. Los regímenes plebiscitarios han hecho de las mayorías una especie de argumento divino que define lo bueno y lo malo, que distingue la verdad de la mentira.

A la sombra de semejante teoría, la democracia se convierte en otra forma de dominación, en un método más para lograr obediencia irracional, en un recurso para someter a los disidentes y justificar toda suerte de aventuras. La soberanía, entonces, no estaría en el “pueblo”, estará en la mayoría, y la minoría será la gran masa de los sometidos, de los sin derechos, de los que deben callar porque no sintonizaron con las razones de la patria, descubiertas en el rito mágico de las elecciones.

Pero la verdad es que las mayorías no tienen poder moral ni legitimidad política para resolver sobre innumerables temas, por ejemplo, sobre los derechos fundamentales, el mundo inviolable de la intimidad de las familias, las convicciones de las personas, las tradiciones, los proyectos de vida de cada cual, la cultura, la libertad de conciencia, las opciones religiosas, etc. Y lo más importante, la democracia plebiscitaria -o la simplemente electoral-, no puede determinar la dignidad de los individuos, porque ella, y toda la carga de atributos que le corresponden, son anteriores al Estado, superiores a la democracia, mejores que la política y que el poder. Y esto es verdad al punto que Estado, política y poder son servidores de esa dignidad, instrumentos para hacerla posible y nada más.

En estos tiempos de absolutismo “democrático” es necesario cuestionar esa especie de “síndrome del sorteo de la felicidad política”, de endiosamiento de las mayorías, y pensar si no estaremos incurriendo en sistemática renuncia a nuestra ciudadanía, y si no estaremos permitiendo que la democracia pierda su virtud esencial, esa que le dio el liberalismo: los límites al poder, los frenos institucionales derivados de la idea de que el Estado y sus agentes no pueden derogar derechos ni pueden condicionar las facultades que cada persona tiene.

Las mayorías, y la idea misma de “pueblo” como entidad política autónoma, son ficciones políticas, invenciones, métodos que son legítimos en la medida en que no cuestionen ni invadan los derechos fundamentales ni afecten el ejercicio de las libertades ni pretendan convertirse en fuente de dignidad humana, porque dignidad, derechos y libertades no dependen ni de la democracia plebiscitaria ni del poder ni de las graciosas concesiones de la burocracia. Ninguna mayoría puede ser el gran ogro que reparta o quite condiciones de humanidad.

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