Los límites al desquiciamiento

Nicolás Maduro aprueba el presupuesto venezolano por decreto, desconociendo al Parlamento en flagrante violación del orden constitucional y legal, pero formalmente autorizado a cometer esas violaciones por el Tribunal Supremo de Justicia. Donald Trump anuncia que si pierde (léase “voy a perder”) las elecciones en Estados Unidos, será porque “el proceso está amañado”, irresponsable acusación que podría causar serias fisuras en la gobernabilidad e institucionalidad del país.

Hace dos generaciones, Adolf Hitler desconoció leyes, tratados y promesas, y al intentar imponer su voluntad llena de odios y rencores, llevó a la humanidad a la más destructiva experiencia colectiva que jamás ha vivido. Unas décadas antes, en respuesta a la cruel y despótica tradición de los zares, el régimen soviético estableció otro en Rusia, aún más monstruoso que el que reemplazaba, dedicado a la sistemática negación de la dignidad humana. ¿Dónde están los límites a desquiciamientos como esos del orden razonable de las sociedades? Y ¿cómo se imponen esos límites?Creo que los límites están, finalmente, en la conciencia de cada individuo. Y creo que se imponen, como se han logrado imponer una y otra vez a través de la historia, porque esa conciencia finalmente despierta.

En su impactante obra “El archipiélago Gulag” Alexsandr Solzhenitsin describe un momento de su propia juventud: “¿Había conservado al menos ese amor a la libertad propio de los estudiantes? Nunca en la vida lo tuvimos: lo que nosotros amábamos eran las formaciones marchando al paso. Recuerdo muy bien que fue precisamente en la academia militar cuando empecé a sentir alegría por la simplificación de mi existencia: ya no tenía que pensar.”

Solzhenitsin gradualmente comenzó a pensar nuevamente, se dio cuenta del horror en el que se había convertido su patria, y no obstante los riesgos, se volvió un disidente, una voz de la consciencia. Sufrió las consecuencias: pasó más de diez años en prisiones y en campos de trabajos forzados. Pero al fin logró ser libre, y trabajó para que cientos de millones puedan serlo.

Muchos seres humanos están tan inmersos en las tragedias que resultan de la ruptura de los límites que tal vez ya no puedan hacer otra cosa que ver cómo sobreviven a la pesadilla. Pero muchos otros, que observamos cómo operan las fuerzas del desquiciamiento en nuestras propias sociedades o en otras cercanas -la venezolana, la norteamericana- tenemos la envidiable oportunidad de pensar, sin haber dejado de hacerlo ni tener que despertar, y de preguntarnos si hemos conservado nuestro amor a la libertad, a la razón, a la moderación, a la simple idea de que personas razonables pueden estar en desacuerdo, pero siempre tienen opción de conciliar y de construir, sin intolerancias ni imposiciones.

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