Los libros agrandan el alma y ensanchan la democracia, aunque no siempre le gusten al poder. El noble oficio de escritor no puede ofender al lector (aunque ambos disientan) ni a ninguna sociedad mínimamente civil y civilizada, salvo que el libro sea destructivo y atente contra la dignidad humana. En esto, como en todo, la persona, su dignidad y libertad dan la pauta a la hora de legislar y administrar la cosa pública.
Me he pasado la mitad de la vida con un libro en las manos y sólo he aprendido a pensar, a ser crítico, tolerante y comprensivo con la condición humana. Creyente hasta el hondón de mis entrañas. Palabra y palabras me han ayudado a ser hijo de Dios y hermano de los hombres. Me siento profundamente agradecido por haber crecido en un mundo culto, humanista, capaz de luchar por la libertad del pensamiento o de sentir su nostalgia. Por eso, se me parte el alma cuando alguien prohíbe un libro, cierra una exposición artística o machaca a un disidente. Algo que resulta doblemente doloroso cuando el pensamiento y su expresión se cercenan desde el poder. La autoridad… es otra cosa.
El principal problema no es que horaden el Yasuní o ignoren el derecho a la vida de los pueblos en aislamiento voluntario, sino que destruyan la conciencia, la libertad y la iniciativa de quien lo defiende. El Gobierno tiene derecho a defender sus tesis, pero quien disiente tiene derecho a defender las suyas.
Cuando yo era joven, en la España de Franco se secuestraba un libro cada día. Y es que cualquier idea que chocara con el poder establecido era una amenaza. Aquella lucha entre la libertad de pensar y la obsesión por prohibir resultaba patética y brutal. Cuando Don Fernando VII se transformó de constitucionalista en tirano, sus asalariados decían sin pudor: “Lejos de nosotros, Señor, la funesta manía de pensar”. Eran funcionarios que no leían, siempre sometidos a un poder que aborrecía la cultura, la crítica y el debate. Con razón se decía que “Europa empezaba (o terminaba) en los Pirineos”… Triste época, que quien defendía la ley no defendía la libertad.
¿Quién nos defiende de los defensores? Lo ocurrido con el libro de Miguel Ángel Cabodevilla deja en evidencia cuán lejos estamos de la democracia y cuán cerca del vacío mental. No es un hecho aislado, es un tic preocupante que refleja los intereses y miserias del poder.
Disfruten de los libros, no se cansen de leer, traten de bucear en las aguas profundas del pensamiento. Los libros guardan, en medio del silencio impuesto, sabiduría, diferencia, resistencia. Algún día sus páginas abiertas al viento serán como las alamedas de Santiago, un espacio, un grito de libertad. Lo dice el proverbio árabe: “Libros, caminos y días, dan al hombre sabiduría”. Cada libro es un camino para adentrarse en la espesura de la vida de quien lo escribe y de quien lo lee, del momento que recrea y enamora, que denuncia e ilumina. Al final, libros y personas se encuentran.