A ratos resulta inverosímil que en una democracia tan sólida como la sueca, con estándares de vida envidiables para cualquier sociedad, exista una violencia de género tan extrema como la que relata Stieg Larsson en su ya célebre trilogía Millenium. Podría suponerse que las insatisfacciones emocionales -porque las materiales prácticamente están resueltas- hallan su escape a través de la válvula más injusta e indecente.
Un aspecto de la obra que impresiona a los lectores es que el propio Larsson, seguramente sin proponérselo, presagió los absurdos del sistema que él mismo padecería en carne propia –más apropiado sería decir en hueso propio– luego de su muerte. Las desigualdades son tan evidentes que su compañera sentimental de toda la vida, hoy no tiene derecho a la herencia por no haber estado formalmente casada con él, algo que hasta a los ecuatorianos nos parece inconcebible.
Pero en la obra también se encuentran referencias que sorprenden por sus posiciones avanzadas (página 344 del tercer tomo, ediciones Destino). De acuerdo con el autor, la democracia sueca se basa en una sola ley suprema, que puede definirse como la Ley Fundamental de la Libertad de Expresión, la cual establece “el derecho imprescindible que toda persona tiene a decir, opinar, pensar y creer lo que le apetezca”, derecho al cual se acogen hasta los fanáticos políticos de cualquier índole. “Todas las demás leyes fundamentales, como por ejemplo la Constitución, son solamente las florituras prácticas de la libertad de expresión”, añade, y a continuación precisa las limitaciones que también se establecen para el ejercicio de dicha libertad y de la democracia en general. Estas restricciones están contempladas en la Ley de la Libertad de Prensa: se prohíbe terminantemente publicar pornografía infantil y ciertas descripciones de violencia sexual, incitar a la revuelta o al cometimiento de delitos, difamar o calumniar a otra persona y acosar a un grupo étnico. Las restricciones de marras cuentan con la más amplia aceptación de la población, y son parte fundamental del contrato social que define el marco general de la convivencia civilizada.
Desde nuestra tradición política y nuestro formalismo constitucional, una estructura legal como la señalada aparece como una situación idílica de imposible aplicación. “Eso está bien para los suecos” dirán algunos, como si se refiriera a extraterrestres. Pero, por lo visto, la sociedad sueca también padece de unas imperfecciones profundamente humanas, a ratos injustificables si consideramos el entorno en el que se producen. Lo rescatable, no obstante, es la cultura de tolerancia y de consenso con que buscan rectificarlas. Ese sí debería ser un punto de coincidencia para nosotros.