Desde que en la Edad Media se inventaron los relojes mecánicos, el tiempo empezó a tener un valor real y una medida exacta. Los pueblos prósperos aprendieron a ahorrarlo y aprovecharlo. Con la Ilustración, y luego, con Emmanuel Kant, el tiempo pasó a ser el tema fundamental de la filosofía. Se valoró la razón y la capacidad del hombre para conocer y transformar el mundo. Con la noción del tiempo surgió la idea del progreso como un impulso del espíritu hacia estadios más avanzados de civilización. Los filósofos ilustrados diseñaron la estructura del Estado moderno fundado en la libertad, la igualdad, la tolerancia y la división de poderes. La Revolución Francesa decapitó la monarquía y proclamó los “Derechos del Hombre”. Murió el vasallo, nació el ciudadano. Con la Ilustración se abrió el camino a la secularización de la política y de las costumbres, comenzó la Historia Moderna. Bajo estos principios se redactaron las constituciones de las Repúblicas latinoamericanas una vez que estos pueblos proclamaron su Independencia.
Si tales fueron los ideales de los fundadores de nuestras Repúblicas, en la práctica la sociedad estuvo lejos de vivir tan excelentes principios. América Latina no nació a la Independencia con la Ilustración y el racionalismo burgués como, en cambio, sí lo fueron los Estados Unidos. La América hispana advino a la concepción de la soberanía popular bajo la tutela del neoescolasticismo suarista, se alimentó de autoritarismo autocrático. El dogmatismo coartó el libre pensamiento. El germen revolucionario vivió agazapado en la vieja tradición española de los cabildos. La política colonial aplicada en América se caracterizó por ser absolutista en la norma y despótica en el método. Este sistema autoritario se consolidó, luego, en la era republicana como método eficaz de gobierno en una sociedad caótica que ostentaba una fachada republicana.
La modernidad empezó a ser la utopía de unos cuantos soñadores que fundaron el Ecuador sumido en la anarquía, el regionalismo y el atraso. Mas, en el sentir de otros, todo lo que se parecía a libre expresión del pensamiento, a tolerancia política o religiosa sonaba a apostasía. Con trágica persistencia, las dictaduras se han sucedido unas a otras; su justificación ha sido siempre el caos imperante. La tradición autoritaria no ha desaparecido. En nuestro siglo no hay modernidad posible sin una democracia fundada en el respeto a los DD.HH., el diálogo con el disidente, la tolerancia frente a formas diferentes de pensar. Hemos acumulado dos siglos de vida republicana y aún no hemos alcanzado estas altísimas metas. De ahí que la modernidad haya sido para nosotros la roca de Sísifo: un esfuerzo ingente absurdamente repetido. Si el pasado no es superado en aquello que es rémora para el perfeccionamiento de la sociedad puede ser una carga abrumadora que nos impida marchar adelante.