Después de casi dos meses de ausencia, reasumo el ejercicio de opinar libremente en esta columna semanal.
Un prestigioso diario europeo recientemente analizaba si la libertad del individuo está limitada por la libertad de los demás. No cuestionaba el principio según el cual, al no ser absoluta, la libertad no consiste en hacer lo que cada persona quiera, sino argumentaba que el “otro”, lejos de ser un límite, crea la relación indispensable para que emerja la responsabilidad, hermana gemela de la libertad. “Sin los otros -añadía- el individuo no podría llegar a ser el sujeto de su propia vida”.
La libertad es la capacidad de escuchar el llamado del otro y responderlo. Por eso, quien no acepta la importancia de la voz ajena no ejercita su libertad sino construye su soledad. La libertad va indisolublemente unida a la responsabilidad de ejercerla con acierto. Escoger el mal no es una opción para probar la existencia de un ser libre. Se equivocan quienes afirman tener “derecho” a equivocarse. El género humano, falible y finito, es propenso al error, pero en ello no va el ejercicio de un derecho sino la prueba de su temporalidad y limitaciones.
Jean Paul Sartre decía, abrumado por la “náusea”, que el hombre está condenado a ser libre y que “el infierno son los otros”. Sobre tal premisa, algunos consideran al prójimo como un enemigo al que hay que doblegar, por ser el causante de todos los males individuales y colectivos. Piensan que un proceso revolucionario pondrá fin a su mediocridad y maldad y le llevará a reconocer sus errores. Coincidirá así con los criterios del líder y este podrá, sin obstáculos, ejercer su rol mesiánico transformador.
Estas ideas sobre la libertad se aplican también a los seres plurales, es decir las sociedades y los pueblos. El Estado no tiene libertades ilimitadas como parecerían creerlo quienes abusan de la noción de soberanía y terminan enfermándola de una destructiva inflación conceptual. La soberanía se expresa en la construcción de normas de derecho y en el respeto a la buena fe con que se asumen los compromisos. Cuando se considera que el ejercicio de la soberanía estatal no tiene límites y que las instituciones que deben su origen al desarrollo del derecho internacional deben estar subordinadas a la voluntad de los Estados, se da prueba de superficialidad y prepotencia. Es preferible acogerse al pensamiento de Hegel para quien la toma de consciencia sobre la importancia de la libertad corresponde a la naturaleza del espíritu y es el “fin absoluto de la historia” .
No se vaya a creer que estas no pasan de ser elucubraciones abstractas ajenas a la realidad. Para refutar esta apreciación bastaría con haber escuchado el discurso del presidente Correa al asumir su tercer mandato como jefe de Estado.