El proyecto de ley sobre servicios de comunicación audiovisual a estudio del Parlamento inquieta por su ambigüedad. Se trata de un texto cuyos enunciados generales se contraponen con las múltiples regulaciones y prohibiciones que controlan la actividad de los medios. El resultado es tan confuso y arbitrario en sus determinaciones que cabe preguntarse por la razón de esta penosa presentación, casi al término de este Gobierno y sin más propósito aparente que seguir la moda regional.
Como no podemos detenernos en la totalidad de sus disposiciones, nos limitaremos al tema de los contenidos, su núcleo central, en tanto atañe a los derechos y potestades no solo de las empresas audiovisuales sino de la sociedad en su conjunto para ver y escuchar lo que prefiera. Tengo la fuerte sospecha que las debilidades de este proyecto arrancan de la errónea concepción del Poder Ejecutivo respecto a la naturaleza y al rol de los medios de comunicación en una sociedad democrática .
Los define como “elemento estratégico para el desarrollo nacional” y como “servicios de interés público”. A su parecer, tanto los canales de televisión como las radios constituyen eslabones coordinados de un designio que los incluye a todos mediante una estrategia (es decir un conjunto de actividades pensadas para generar un resultado específico) dirigido por el Estado. Este designio dirigido al “desarrollo” de la nación confiere al desempeño de cada unidad comunicacional un “interés público”, tal como si de algún modo los oficializara. De allí la competencia estatal para ordenarles que difundan “una imagen respetuosa e inclusiva de todas las personas”… impidiéndoles “difundir percepciones estereotipadas, sesgadas o producto de perjuicios…” (art. 27).
Es fácil advertir que bajo este paternalismo subyace una ideología orgánica de la nación opuesta a la concepción liberal republicana que, Constitución mediante, impera en el país. Para ella las empresas de comunicación o los comunicadores individualmente considerados son parte de la sociedad, no integrantes del ámbito público, no estando por tanto, sujetos a ninguna clase de dependencia o subordinación respecto a desarrollos gubernamentales que no sean aquellos que voluntariamente asuman lo que significa que el Estado existe para el desarrollo de sus componentes, no para prestarles clases de moral ni encuadrar sus vidas en proyectos públicos. En tal sentido las finalidades culturales de los medios, con o sin fines de lucro, no tienen por qué coincidir con las del Gobierno ni son, a ningún efecto, instrumentos del mismo.
Razón por la cual este solo puede invocar para regularlos las disposiciones generales que en una democracia obligan a todos por igual para, en un marco de libertad, igualdad y neutralidad, hacer posible la vida colectiva y su pluralidad. Lo que no excluye ni la transparencia y la equidad en la concesión del espectro público ni el adecuado control público de las empresas de comunicaciones.
No es ésta, sin embargo, la meta que guía este proyecto empeñado en imaginar idearios colectivistas del bien común o en promover visiones orgánicas de la “identidad nacional” para justificar la intervención del Estado. Un Estado y un Gobierno empeñados no ya en promover la libertad de expresión y conciencia de sus ciudadanos sino en preservarlos a ellos y a sus hijos menores de la nociva influencia de la televisión y la radio. Fundamentalmente si es privada.