Exclamó “sonriéndose un poco” el Caballero de la Triste Figura, cuando el carretero en cuyo carro iban dos leones regalados ‘a su majestad el rey por el general de Orán’, se negó a abrir la jaula de las fieras a las que desafiaba Don Quijote .
No contaré el “último punto y extremo adonde llegó el ánimo del caballero” en la aventura de los leones; me detendré en el magistral empleo cervantino del diminutivo en la exclamación quijotesca, que atenúa la importancia de los leones y rebaja su condición feroz, aun a sabiendas de su grave amenaza; al añadirle el ‘sonriéndose un poco’ se insiste en el valor sin par de Alonso Quijano…
El diminutivo exp resa una valoración afectiva orientada al interlocutor. Es notoria su naturalidad si nos dirigimos a los niños, pero su abuso o su empleo con personas mayores infantiliza el diálogo y al oyente. El diminutivo, además, enuncia la dimensión reducida de aquello a que nos referimos: casita, librito, papelito; no invitemos a alguien a nuestra ‘casita’, ni compremos un ‘terrenito’ de cinco hectáreas, ni mandemos una ‘cartita’ de cuatro páginas. Y si hablamos del ‘viajecito’, hagámoslo si fue un viaje breve, no para disculparnos por su costo menor, o porque no nos llevó al Caribe de moda.
Nuestro uso desmedido del diminutivo intenta disminuir la realidad, la llamada, la opinión o la expresión, como si tuviéramos que disculparnos por estar vivos, y por manifestarlo. Es, también, forma de exagerar un afecto inexistente que debilita a hablador y oyente.
¡Qué lejos, el uso cervantino, de la servicial -¿o servil?- explicación del guardia del banco: “Señora, le toca después de las dos personitas” -me imagino a mí misma y a las otras dos, ínfimas y mustias, retaceadas por la exclamación del guardia que me entristece y le opaca-. Y no cabe actitud más suplicante que el horrible modo del burócrata: -Regáleme una firmita. Igual que el tratamiento de la peluquera: -¿Ya se lavó el pelito? Y el de la señora que maquilla a la dama de la novia: -Cierre el ojito. O el -¿le tiño las canitas? ¡Ay!, y el de la oculista que exhorta a alzar el parpadito y el del médico, a sacar la lengüita, y el del dentista, a abrir la boquita… ¿Será, digo yo, el tratamiento debido a mi femenina condición? No me imagino al barbero cercenando el pescuecito del hombre de pelo en pecho. Pero si el uso del diminutivo es una posibilidad de la lengua, ¿cómo emplearlo? Al respecto, unas recetitas: Nada de Francisquito o Penelopita, ni de falsa humildad; nada de vivir pidiendo perdón ni tratando de halagar a todos por hablar al menudeo. No nos excusemos por existir, por ser felices o infelices: a nadie le importan tales excusas. Con una sólida interioridad, el diminutivo brotará en la situación precisa, despacito y leve, sin herirnos ni mentir.