El gobierno está amplificando una de las peores facetas de la sociedad: la intolerancia cultural. Empeñado como está en imponer su agenda , no repara en las consecuencias de la campaña de ataque y descalificación del movimiento indígena en que se ha embarcado. De la noche a la mañana, este movimiento histórico –no solo desde lo político– pasa a engrosar las perversas filas de la derecha oligárquica, y de los viejos fantasmas conspirativos que poblaron las pesadillas de la izquierda hace medio siglo.
Atrás quedó la conmoción cultural que provocaron los levantamientos indígenas en la conciencia pacata de los ecuatorianos, y que obligaron a una sociedad entera a reconocerse en su sistemática negación étnica; atrás quedaron las interminables y heroicas jornadas de lucha por reivindicaciones cuya omisión avergonzaba al país; atrás quedaron las movilizaciones que rescataron la dignidad nacional frente a gobiernos que nos sometieron a una abyecta descomposición; atrás quedaron los esfuerzos por desmontar una partidocracia anquilosada que, entre otras cosas, allanaron el camino para el triunfo electoral del actual gobierno.
Hoy, el movimiento indígena no solo que conspira contra una supuesta revolución ciudadana, sino que atenta contra un sistema democrático que precisamente carece de eso, de democracia. Por arte de la manipulación mediática armada desde Carondelet, el otrora adalid de las libertades, de las opciones alternativas y de la esperanza, queda convertido en un espantoso villano. De golpe y porrazo el sumak kawsay y la plurinacionalidad pasaron de ser fundamentos del nuevo Estado a ser amenazas contra la seguridad del Estado.
Antiguos apologistas de las luchas indígenas, que pusieron plata y persona para las movilizaciones, hoy como funcionarios públicos se alarman con una marcha pacífica, que exige algo tan subversivo como el cumplimiento de la Constitución. Contestatarios transformados en gendarmes… críticos transformados en censores. Algo misterioso debe emanar de los sillones de la administración pública que provoca semejantes cambios.
Poco ha avanzado el país en este campo. Ni el Presidente ni su gobierno entienden la complejidad de la diversidad cultural. No aceptan al otro porque en su sola existencia perciben una discrepancia, una presencia amenazante. Si la tolerancia es una disposición y un mínimo moral sin los cuales es imposible la convivencia democrática y la construcción de una Estado plurinacional (lo señala Fidel Tubino en su artículo “La formación de la razón pública en las democracias multiculturales”), nos damos cuenta de lo lejos que está el gobierno de la Constitución de Montecristi.