Los lazos del idioma (1)

Si en la Constitución de Cádiz de 1812, las colonias españolas de América hubieran adquirido la categoría de “provincias de ultramar”, tal cual fue el pensamiento y la opinión del ilustre tribuno quiteño José Mejía Lequerica, posiblemente la independencia hubiera demorado en producirse y a lo mejor el siglo XX nos hubiera encontrado a quienes hablábamos y escribíamos en español como ciudadanos de un gran país, consolidada ya su integración, plenamente conscientes de los beneficios que significaba mantener la unión. Como tal entendimiento no se dio, las cortes de Cádiz resultaron una oportunidad perdida.

Luego de Cádiz y con la independencia vinieron los “cien años de soledad”. España concluyó por perder el bien más precioso que le quedaba en América -Cuba, la Perla de las Antillas-, recogió velas y sábanas, y con la Generación del 95 se impuso la tarea de descubrirse a sí misma ante la necesidad de proyectarse al futuro con sus propias fuerzas que en lo cultural, al menos, eran respetables. Por nuestra parte, sangre y sueños con finales de pesadilla nos costó aprender a ser políticamente libres.

Desintegrados, nos quedó el recurso de empeñarnos en mantener y cultivar el idioma compartido, nuestro español, imbatible como sustento de identidad. Nuestros escritores resultaron ser los mejores soldados de las patrias iberoamericanas.

Las dos guerras mundiales nos llevaron al convencimiento que tanto España como nosotros no tronábamos ni sonábamos en un mundo en que las grandes potencias decidían el futuro de la humanidad. Al finalizar la guerra de los años cuarenta, a España se la vio arrinconada, con la soga al cuello en asfixia económica, en situación de hacerla pedir perdón por el pecado de haber encontrado apoyo para su proyecto político en los países vencidos: Alemania e Italia. Al borde del colapso, sus recursos no daban ni para el pan del cada día de sus gentes. Es cuando España vuelve los ojos “a su América”. Por lo pronto, toneladas de trigo argentino, en calidad de donación, vienen a mitigar el hambre del pueblo español.

Afortunada o desafortunada, eso de la Madre Patria, expresión de un diplomático centroamericano, si apunta a los sentimientos que despierta la situación española. Como no somos unos malnacidos, gobiernos y pueblos se suman al requerimiento de auxilio de uno de los nuestros. Si de estrechar lazos se trata, han contribuido a superar pasados desencuentros figuras españolas de tanto prestigio y que despiertan tanta simpatía como la de Don Gregorio Marañón invitado a dictar conferencias en Buenos Aires y Lima. Tanto los escritos del ilustre médico y humanista como los de tantos otros daban en el blanco de las neuronas y del corazón de los hispanoamericanos. Poderles leer en nuestro idioma, que también era el de ellos, no tenía precio.

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