Sangrientos episodios de violencia han sacudido a la sociedad norteamericana. El asesinato de ciclistas argentinos que celebraban en Manhattan décadas de amistad, seguido por la masacre a feligreses en una iglesia de Texas son los últimos eslabones de una cadena que la democracia de Norteamérica no acierta a controlar.
Trump dijo: “si el hombre que le disparó al atacante de Texas no hubiera tenido armas, en lugar de tener 26 muertos, tendría usted cientos de muertos más”. He aquí una argumentación tan falaz como simplista para cohonestar una política cada vez más ineficaz. Con mejor lógica cabría responder que, si el asesino no hubiera tenido un arma sofisticada, no habría podido hacer, en segundos, 26 víctimas.
La violencia se vuelve mayor mientras más destructores son los instrumentos que emplea. Esta simple reflexión toca de cerca al problema de la producción y venta de armas. En Estados Unidos, cualquier ciudadano puede adquirirlas legalmente. Quienes defienden esta tradición arguyen que las armas matan solo cuando alguien las usa con tal propósito. Pero una sociedad que es víctima de la violencia no puede entregar armas, sin límite alguno, a quienes, por cualquier razón, puedan emplearlas para matar. La lucha contra la violencia debe llevarse a cabo en ambos frentes, en el plano del respeto a los derechos de los demás y en el ámbito de cumplimiento de la ley. El estado debe promover la buena formación cívica de la ciudadanía y, al mismo tiempo, controlar severamente el acceso a los instrumentos de muerte.
Cuando los fundadores de los Estados Unidos aprobaron la “segunda enmienda”, que permite el libre acceso a las armas, probablemente lo hicieron porque entonces, en las bastedades de su territorio, había una ausencia de autoridades, lo que hizo necesario que cada norteamericano contara con medios para protegerse. Pero la situación ha cambiado. Ahora, una autoridad democrática rige en todo el país y, para defenderse de la delincuencia, el ciudadano tiene la ley a su disposición. ¡Ahora, la armas son un símbolo de poder que se adquiere para usar!
Hace poco, Peter Bergen, periodista y académico, decía que EE.UU. tiene buenas razones para considerarse un país tolerante y libre, pero que está manchado por vergonzosas lacras: sus cárceles tiene más presos que Rusia o China y un ciudadano corre el riesgo 2000 veces mayor de ser asesinado por otro ciudadano que por un acto de terrorismo.
Si juntamos todas estas realidades, tendremos que concluir que ya es hora de que Washington tome medidas eficaces para destruir la influencia política que ha llegado a adquirir el “lobby” extremista que, al defender la libre compra de armas, ha facilitado que se cometan los execrables crimines de los que el mundo es casi diario testigo.