En la década de los 60, de la cual nunca se hablará lo suficiente, se desarrolló entre nosotros un marcado interés por las ciencias sociales, que empezaron a desprenderse de los estudios de jurisprudencia en cuyo seno habían nacido, para adquirir fisonomía propia. Este proceso de independencia, que no estuvo libre de tropiezos e incomprensiones, fue indudablemente positivo; pero, como suele suceder en casos semejantes, también trajo consigo algunos malentendidos.
Uno de ellos fue la negativa de muchos economistas a la idea de que su disciplina no es una “técnica pura” porque pertenece también al ámbito de las ciencias sociales; otro, la confusión acerca del estatuto genérico que corresponde a los textos que versan sobre temas propios de esas ciencias. Así, empezó a llamarse “ensayos” a tales textos, en los cuales era imprescindible un nutrido aparato bibliográfico y se consideraba muy recomendable la inclusión de tablas estadísticas y otros datos semejantes.
Este malentendido fue perjudicial para un género propiamente literario, que algunos intelectuales han considerado característico de nuestra América, aunque nació en Francia de la mano de un gascón solitario del siglo XVI. La configuración de las entidades históricas que son los estados nacidos del proceso de la Independencia estuvo siempre acompañada por la labor de notables ensayistas: Alberdi, Lastarria, Torres Caicedo, Montalvo, Hostos, Henríquez Ureña, Rodó, Reyes, Rama, Zaldumbide, Carrión, Paz…, son apenas unos cuantos nombres extraídos de un registro amplísimo de pensadores que, como dice Carlos Altamirano, “desempeñaron un papel decisivo no solo en el dominio de las ideas, del arte o la literatura (….), sino también en el dominio de la historias política”.
Fue Anderson Imbert quien catalogó al ensayo como una “lírica de las ideas”, y Juan Valdano lo cita en uno de los textos que figuran en su libro más reciente, titulado “Brújula del tiempo” (Quito, Casa de la Cultura / La Llave Ediciones, 2017). La metáfora es precisa: el ensayista es aquel escritor que no trabaja con ficciones, sino con ideas, pero lo hace desde su propia subjetividad, es decir, de una manera distinta de la que es propia de la ciencia. O mejor, como dice el mismo Valdano, lo hace añadiendo un valor estético a su manejo de las ideas. El ensayo es por eso un “poetizar en prosa (que) implica un equilibrado balance de lo conceptual y lo emotivo”, como se lee en el mentado libro.
Mentiría si dijera que he leído ya los dos tomos de esta obra de Valdano. En ella están recopilados nada menos que 149 textos breves que reúnen todos los caracteres del ensayo. Muchos de esos textos han sido publicados en esta misma página como artículos, pero exceden esa denominación: penetrantes incursiones en la historia, la filosofía, el arte, la literatura y la vida cotidiana, confirman a su autor como uno de los ensayistas más lúcidos del Ecuador contemporáneo, es decir, un pensador profundo y un verdadero artista de la palabra.