El que una persona, partido o proyecto político persista en el poder atrae peligros. Uno es que permite concentrar de forma paulatina el control de las instituciones y funciones del Estado; lo que implica, a su vez, el riesgo de que sean utilizadas para beneficio propio.
Por ejemplo, para ocultar los casos de mal uso de fondos y bienes públicos, sobornos, contrataciones al margen de la Ley, excesos en la administración… También para crear un sistema jurídico electoral que le concede ventajas frente a los otros actores políticos.
En la Constitución del Ecuador (2008), la alternabilidad de los funcionarios se reconoce como un valor máximo de la democracia. De hecho es una exigencia para la conformación de las organizaciones sociales, los consejos de igualdad, pero ya no para las autoridades de elección popular.
Las enmiendas aprobadas por la Asamblea Nacional en diciembre del 2015 -con una mayoría oficialista- dieron paso a la reelección indefinida y esta regirá desde el siguiente 24 de mayo del 2017 creando el caldo de cultivo para que cualquier Gobierno, independiente de su tendencia política, pueda enquistarse.
La alternabilidad es fundamental para un sistema democrático porque permite poner límites a los abusos del poder, facilita la fiscalización, el control y la transparencia de la gestión pública.
En los países de la región, la alternabilidad es un factor común. Sostiene el sistema de elecciones en Colombia, Brasil, Argentina, Chile, Perú; con algunas particularidades.
Pero hay un caso puntual donde no ocurre lo mismo: Venezuela. El proyecto que inició Hugo Chávez (+) lleva 18 años y ahora enfrenta una polarización política y una crisis económica importante.
En el Ecuador, en cambio, desde el retorno a la democracia en 1978 no hubo ejemplos de gobiernos que hayan repetido el Mandato, salvo el último, que se ha convertido en sui generis con 10 años en el poder y la posibilidad real de estar otros cuatro.