En una entrevista publicada hace unos días en EL COMERCIO, el jurista peruano y respetado experto internacional doctor Luis Pásara declaró, en relación con la reforma del sistema judicial que se dio en el Ecuador durante el régimen del Presidente Correa, que “la sociedad civil ha sido y es todavía bastante débil. El tema de la justicia no se comprende suficientemente bien entre la gente. No es un aspecto civil importante; los ciudadanos sienten malestar por el estado de la justicia, pero no perciben que debe ser resuelto como una prioridad en la agenda pública.” Esta declaración me lleva a un comentario, y a dos preguntas.
Mi comentario es que el apoyo y el respeto social que ha recibido la Comisión Cívica Anticorrupción, conformada por miembros de la sociedad civil ecuatoriana de la más alta respetabilidad y honorabilidad, sugieren que no es tanta la indiferencia ni tan débil la inquietud: al contrario, como he celebrado ya muchas veces en esta columna, nuestra sociedad civil, junto con varias en América Latina, está despertando, y está asumiendo un rol cada vez más protagónico en el quehacer social, incluso contra la corrupción. Creo que esto merece ser resaltado y estimulado.
Pero, el apoyo a la CCA podría ser más fuerte, y eso lleva a una primera pregunta: ¿Qué explica un compromiso menos que total de parte de la sociedad civil, nuestra y en muchos otros lugares, con un sistema de justicia probo e independiente?
Una posible respuesta es que, en el fondo, muchos miembros de nuestras sociedades civiles todavía prefieren un sistema de justicia influenciable, dentro del cual hayan amigos a los que se pueda recurrir para ayudar a sacar a algún pariente del lío en el que se metió, o a acelerar, demorar o inclinar el resultado de algún juicio. La pretensión a ese tipo de indecente privilegio es entendible, porque es la forma en que han funcionado nuestras sociedades desde hace siglos. Pero por esencial principio de ética social democrática, no es aceptable. Si realmente creemos en la democracia, que nos reconoce a todos como ciudadanos por igual, si pensamos que la protección de la ley y de los jueces es aspecto esencial de la vida civilizada entre seres libres, y si creemos que esa protección debe ser para todos, y no solo para los que están arrimados al poder de turno, entonces, por elemental coherencia, debemos renunciar a ese inaceptable privilegio. Pretender mantenerlo en democracia y libertad es simple incoherencia.
Y esto nos lleva a mi segunda pregunta: ¿Estamos dispuestos a renunciar a la pretensión a privilegios sociales que hacen débil nuestro apoyo a una real y efectiva justicia?
Si no lo estamos, y no renunciamos al pretendido privilegio de una justicia influenciable, seguiremos sometidos a la debilidad de esta, y a una corrupción asfixiante.
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