Es una fiesta demasiado importante para que pase desapercibida en esta columna semanal, escrita por un obispo que vive y se apasiona en la fe de un Dios que, metido hasta el cuello en la experiencia humana, afronta el rigor de la muerte y, al mismo tiempo, el triunfo de la vida.
¿Dónde buscar al que vive? No se olviden del desconcierto del principio, “cuando aún estaba oscuro”. Por eso, María de Magdala irá al sepulcro y quedará desconcertada al encontrarlo vacío. Sin Jesús, ella se siente perdida… Algo parecido nos pasa en estos tiempos, en los que también cada uno de nosotros tiene que hacer su propio recorrido…
Si quieren encontrarlo no lo busquen en el mundo de los muertos, sino donde hay vida. No lo busquen en una religión muerta, esclava de la ley o sierva del poder. Búsquenlo allí donde los hombres aman, aunque sea torpemente, allí donde se comprometen y arriesgan algo de sí mismos a favor de los empobrecidos del mundo. Al que vive nunca lo encontrarán en una fe domesticada, estancada y rutinaria, en torno a un Jesús apagado e inerte, que no enamora, ni seduce, ni contagia su amor por la libertad, la justicia y la paz.
¿Saben? Jesús tenía razón. Su Dios es un Padre fiel, que nos ama más allá de la muerte, de los límites enormes que ponemos al amor. De aquí su pasión por una vida más sana, justa y dichosa para todos. ¿Comprenden por qué es más importante curar a un enfermo, consolar a un afligido, liberar a un cautivo, dar pan a un hambriento, acoger a un niño, perdonar a un hermano,… que cualquier ley o tradición religiosa? Hoy, frente a los que siembran el terror en el nombre de Dios, toca decir que nosotros, los cristianos, viviremos curando la vida y aliviando el sufrimiento, poniendo siempre la religión al servicio de las personas, cristianas o no, creyentes o ateas.
Jesús tenía razón. Ahora sabemos que Dios se identifica con los crucificados, nunca con los verdugos… En este día de luz, hay que recordarlo con claridad, tal cual era: cercano a los dolientes y a los pobres, hambrientos, despreciados y excluidos. Ahora comenzamos a entender que quien pierde la vida a favor del hermano, se salva. Y que no habrá compromiso personal, social o político que podamos vivir de espaldas a esta pasión por hacer el bien.
En los relatos postpascuales algo llama la atención: ellos, los discípulos necios, dormidos y acobardados, no volvieron a ser los mismos. Lo que había dicho Jesús era verdad: Dios no es un Dios de muertos. Sino de vivos. Podremos destruir la vida de mil maneras, expertos en matar lo más amable, el hermano, la fraternidad, la madre tierra… Pero, de ahora en adelante, solo habrá una manera cristiana de vivir: poniendo vida y esperanza donde otros solo ponen muerte.
Esta es la fe y el compromiso de tantos hombres y mujeres que amamos a Cristo y creemos en él. Humildemente se lo comparto en esta feliz mañana de Pascua.