Uno de los grandes errores, una de las más graves renuncias, ha sido convertirle al Estado en juez de las libertades, en arbitrario dispensador de los derechos y en administrador de la vida. Intelectuales y políticos, hombres comunes y académicos, embelesados por el poder y confundidos por sus oropeles, no han dudado en abdicar de las ideas y transformarse en sumisos “ideólogos” de la entrega de la dignidad a cambio de un plato de lentejas.
Esa es la historia de los totalitarismos. Y es la historia de ciertas democracias, que de democracia solo tienen el mascarón de proa de los discursos, la propaganda y la demagogia.
El juez de las libertades, investido del monopolio del poder por acuciosos legisladores, dirá qué se debe pensar, qué se debe decir, cuándo se debe hablar y de qué no se puede opinar. Y la gente intimidada, vergonzosamente sometida, dirá que el “Estado tiene derecho”, que está bien, y luego se irá acomodando, irá después alabando al juez y le encontrará razones a todos los excesos. Es el proceso del moderno vasallaje que aplicaron con escalofriante éxito todos los socialismos, en nombre de la justicia y’de la libertad, claro está.
El juez de las libertades, aplaudido por los sumisos y por los miedosos, dirá lo que el maestro debe enseñar, lo que el alumno debe leer, lo que está permitido discutir y lo intocable de los dogmas. Inventará ese juez el “index” de lo prohibido, enlistará las ideas liberales y las condenará al destierro de las aulas.
No será raro que reviva la inquisición con nuevos monjes, y que la delación y el miedo transformen a los maestros en eficaces agentes de las nuevas verdades, en espías de los herejes, de los rebeldes, de los que no se acoplan a las consignas. Las universidades serán “laboratorios de lo permitido” por el poder, y serán negaciones de la verdad. Todo, claro está, con el aplauso de “académicos” que preferirán el silencio al riesgo de quedarse sin empleo. O a cambio del guiño de complicidad, o de la palmadita de simpatía del juez de las libertades.
El juez de las libertades tiene -siempre ha tenido- poderes que transforman la intimidad de la gente, que doman las rebeldías, someten las inquietudes, mudan las opiniones, y, lo que es más, cambian las conciencias de modo que los sometidos llegan a alabar su sumisión y a declarar sin verguenza que todo lo de antes era dominación.
Y que gracias al inefable juez son libres’ de salir a los desfiles, de opinar como parte del coro, como mínimo actor de los aplausos. El juez de las libertades hace de las personas la materia prima de su poder.
El individuo pierde su esencial dignidad, y queda como el mínimo tornillo de la máquina, la pieza prescindible, porque lo importante son las estructuras del poder, la lógica de los controles, la magia de los sometimientos, el juego de los temores y de los cálculos.