Los procesos que enfrenta Baltasar Garzón actualizan varios temas que habían quedado al margen de las preocupaciones de la opinión pública. El primero, que no es gratuito meterse con los dictadores, porque, aunque muertos, dan peligrosos coletazos.
El riesgo personal, sin embargo, no menoscaba ni excusa la obligación de enjuiciarlos, de poner en claro las cuentas que desde el poder se debieron rendir y de castigar las barbaridades que usualmente se entierran ya apelando al “juicio de la historia”, ya apostando al olvido, ya escondiéndose tras la complicidad de corifeos y de escribidores de izquierda o de derecha.
Otro tema complejo que desentierran los procesos de Garzón es que la tarea de juzgar -en España y en el mundo- se ha vinculado tremendamente con lo mediático, tanto que es hora de examinar la independencia judicial desde la perspectiva de la exposición de jueces y otros personales semejantes a las presiones y condicionamientos que el mundo audiovisual genera, y las consecuencias que tal fenómeno implica para ciudadanos y estados.
En estos tiempos, es común que se formen criterios sobre la inocencia o la culpabilidad de las personas en entrevistas y análisis que martillan sobre la opinión pública de tal modo que la “íntima convicción del juez” es difícil que nazca de los datos del proceso.
Me temo que, en temas relevantes, cuenta más lo que piensa “Juan Pueblo”, y lo que dicen las comadres en la tertulia de la tienda después del último programa de televisión.
De allí hay un paso a que la justicia empiece a entramparse en los sondeos, es decir, en ese veneno de la “popularidad” y la búsqueda del aplauso que van a terminar con la democracia y con la civilización.
Baltasar Garzón no escapó al síndrome mediático. Al contrario, es un personaje central de este fenómeno y, aparte de reconocer su valentía para meterse con Pinochet, que rompió el mito de la impunidad de los dictadores sudamericanos, hay que admitir también que, habiéndolo buscado o no, se transformó en viviente evidencia de la sobreexposición a los medios, de la reiteración de su imagen en la pantalla, en diarios y revistas.
Yo me preguntó ¿si semejante “cultura de exposición” no es contraria a la tormentosa soledad en la que el juez debe lidiar con las evidencias y llegar a las conclusiones del fallo?
Me pregunto si, a la larga, ¿no se llegará a resolver en “tiempo real” y con la carga de condicionamientos que los programas televisivos y las entrevistas entrañan, temas tan graves como la inocencia y los derechos de las personas. Me pregunto si el juez debe ser popular, si los aplausos deben influir en sus actos. Más aún, ¿las sentencias deben ser populares o justas?