Sentir miedo es parte de la humana condición. Es la conciencia de nuestra falibilidad y pequeñez. Del miedo nació la idea religiosa. Kierkegaard puso al miedo en el centro de nuestra experiencia de Dios. Hay miedos ancestrales y hay otros que son recientes: los creados por la época en que vivimos. Uno de los sentimientos que más agobian al hombre contemporáneo es el miedo. El adelanto material y tecnológico, las olas migratorias, la globalización de las comunicaciones han traído bienestar para muchos y nuevos temores para todos. El miedo atrapa al mundo. Es ese sentimiento de inseguridad generado por la política, la economía, el terrorismo, el racismo, la delincuencia, la amenaza nuclear, las plagas y nuevas enfermedades.
Ahora mismo, en el Ecuador de estos días, el miedo cabalga blandiendo una verde bandera. Los que están en el poder y los que están fuera de él, lo sienten. Hay una visión incierta del futuro del país. Perturba ver el deterioro de la economía; se ha perdido la fe en los poderes del Estado. Oscura perspectiva que alienta la desconfianza, paraliza los ánimos, coarta cualquier opinión disidente. ¿A qué arriesgarse a decir con libertad lo que se piensa si aquello podría disgustar al poder, si todo razonado disentir se lo acalla con burla, escarnio y persecución judicial? El poder no es amigable.
El miedo hace que la gente se encierre, se enreje, se recluya en ciudadelas vigiladas. No permite caminar desprevenido por las calles de la ciudad. Eleva los muros de las casas, instala guardias armados en las puertas, emplaza cámaras de seguridad. Alimenta las pesadillas. Los miedos urbanos son difusos pero reales al momento de tomar un taxi, subirse a un avión o atravesar ciertos barrios de la ciudad. Despierta dudas y sospechas en el extraño que nos aborda. Agudiza nuestra percepción del peligro; nos hace ver terroristas, sicarios y ladrones donde probablemente no hay ninguno.
¿Quiénes ganan con el miedo? Los políticos (captan adhesiones y votos), los terroristas (dominan por el pavor), los medios de comunicación (venden el amarillismo, la crónica roja, la violencia, así aumentan la ganancia). Y así como el negocio del banquero es vender seguridad, la táctica del político es difundir el miedo; sobre todo si, en tono profético, muestra lo que sería el mundo si llegara a mandar el partido opositor. Terminar con los miedos arruinaría el negocio de ambos.
El miedo es, en fin, ese demonio alimentado por el autoritarismo; un fantasma inflado por los mediocres. Sabido es que inventar un enemigo es conocida táctica de ciertos políticos. Forjar un conspirador acarrea réditos y adhesiones a un régimen alicaído. Hitler inventó la confabulación sionista; Bush al demonio de Hussein; Chávez y su ornitólogo heredero inventaron su enemigo: la burguesía acaparadora, el yanqui imperialista. Lo malo de estas truculentas historias es que no son telenovelas, son vergonzosas realidades.