Un amigo, devoto contador de chascarrillos, me relató esta breve historia que la pongo aquí sobre tablero: “Mi abuelo se casó hace poco con una chica de 21 que resultó muy católica, pues no para de hablar del nuevo testamento”. Perlas como esta, dichas (se supone) con un tono burlón pasan por sutiles ironías. Según los entendidos, Freud entre ellos, la ironía es una forma de lo cómico aunque, en sí misma, no es un chiste. El chiste se hace, la comicidad se descubre. Y la ironía aflora solo cuando tal descubrimiento se revela. Al igual que el estornudo que llega de repente, lanzar una ironía o una broma liviana nos deja una sensación de desahogo. La ironía es ese juego de la inteligencia mediante el cual se dice lo contrario de lo que se piensa, pero dando a entender que se piensa lo contrario de lo que se dice.
La ironía en todas sus formas, de la más sutil a la más sarcástica, está presente en nuestra cotidianidad. Por su carácter polimorfo y polifónico, la ironía emerge en aquellos fugaces instantes de dicha como también en las incontables horas de la desesperanza. Es alivio para el triste que, no teniendo otra salida, encuentra en la ironía un refugio para no sucumbir del todo. Reírse de uno mismo es, al fin, la mayor prueba de superación de un hombre inteligente.
En el ámbito de la cultura y como figura retórica, la ironía está presente en las más depuradas creaciones del pensamiento filosófico y literario. Sócrates, el más sabio de los hombres de su tiempo, proclamaba ese “solo sé que nada sé” con el que desnudaba a los ignorantes que pretendían saberlo todo. De principio a fin, el Quijote cervantino es una parodia, una ironía que desborda humanidad ya que comprende lo que ironiza a la vez que lo supera. “Caracterizar sus ironías -ha dicho Harold Bloom- es una tarea imposible; pasarlas por alto también es imposible”. Maestro de la ironía fue Montaigne quien, en el pórtico de sus célebres “ensayos” advertía: “Lector, soy yo mismo la materia de mi libro; no es razonable que emplees tu tiempo en un asunto tan frívolo y tan vano”. Ironía la de Erasmo de Róterdam que haciendo un “elogio” de la locura, lo que realmente hizo fue salir por los fueros de la sensatez. Ácido corrosivo es la ironía en la pluma de Juan Montalvo, pretendió con ella desollar a sus enemigos. Ironía la de Borges quien, en un juego de espejos, convierte al nebuloso Pierre Menard en el padre de don Quijote y a todo lector de su cuento en cómplice de ese cuento.
Schelegel afirmaba que la filosofía es la verdadera patria de la ironía a la que define como “belleza lógica”. Junto a la razón crítica está la razón irónica, la que deslegitima el dogmatismo y hace posible la deconstrucción del pensar. La ironía batalla desde dentro, rompe la red de las palabras, saca a la luz el pensamiento. Solo en un mundo vulgar en el que impera la grosería es imposible la ironía.