El Consejo Nacional de Cultura acaba de publicar la “Historia de la literatura ecuatoriana s. XIX 1800–1860” en cinco volúmenes y escrita por Hernán Rodríguez Castelo. Con esta obra su autor culmina una etapa más en ese titánico empeño suyo de llevar adelante el proyecto de escribir la historia literaria de este país, desde los remotos orígenes precolombinos hasta el presente, empresa que él la inició hace unos 40 años cuando publicó el número 100 de Clásicos Ariel.
De entonces para acá han transcurrido algo más de cuatro décadas, largo caminar durante el cual Rodríguez Castelo publicó (en 1980 y 2002) parte de sus indagaciones históricas en tres volúmenes en los que presenta un amplio panorama de la literatura de la Audiencia de Quito.La tarea intelectual emprendida por Hernán Rodríguez Castelo es a todas luces digna de encomio, pues el monumental proyecto en el que se halla empeñado no sería posible sin esa profunda erudición histórica y literaria que él ostenta, amén de su laboriosa investigación en archivos y acervos bibliográficos, sin contar el sostenido desvelo que, obviamente, exige una tarea de tal envergadura.
El criterio con el que el autor aborda y juzga los textos del pasado y, a partir del cual busca establecer el proceso histórico de la literatura de la época, se transparenta en el prólogo con el que se abre el primer volumen de la obra que comento. Dice: “El carácter de la escritura literaria se toma en el sentido amplio de aquel manejo de la lengua que excede lo puramente funcional, utilitario y prosaico, para procurar expresividad, fuerza, acaso belleza; para forzar el instrumento expresivo, aunque fuese también con fines utilitarios y maneras funcionales –atacar y defenderse, exigir y reclamar, legislar y tomar cuentas en congresos, mostrar y probar con especial eficacia”. El estar atento a este “sentido amplio” del “manejo de la lengua” ha hecho que Rodríguez Castelo se interesara no solo por los autores de reconocida importancia, aquellos que siempre brillaron con luz propia (Olmedo, Rocafuerte, Pedro Moncayo, Solano, Pedro Fermín Cevallos), sino también por un nutrido enjambre de escritores de menor monta, de textos de interés histórico, mas no literario (la prosa utilitaria y funcional), asteroides opacos que pululan en el universo abigarrado de esa época de guerras, luchas armadas y verbales, arengas y cantos de libertad. Y es este afán de totalidad, esta pasión por verlo y decirlo todo la mayor virtud del investigador, mas también el vicio de la obra, pues junto al fruto óptimo está la hojarasca. Paul Van Tieghem opinaba: “La historia literaria no podrá nunca estudiar todas las obras del pasado. La selección se impone. Por razones de espacio, por razones de valor. En el pedestal de la gloria hay poco sitio. Elección difícil y obligada con el fin de no ahogar lo significativo en lo insignificante”.