Suelen recordarse las frases con las que empiezan aquellos textos literarios que han alcanzado la gloria y el favor universales. Pongo un ejemplo: todos evocamos (al menos eso creo) aquella frase inaugural con la que Cervantes empieza la historia de Don Quijote; dice: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Una sola frase para retratar al protagonista en sus hábitos y manías.
Hay inicios solemnes y rotundos como una obertura wagneriana, palabras que estremecen por el misterio que entrañan, como estas con las que empieza el libro del Génesis: “Al principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían la haz del abismo, pero el espíritu e Dios se cernía sobre la superficie de las aguas”.
En la antigüedad, cantar las hazañas de los dioses y los héroes fue un acto sagrado, un saber divino e iniciático que ningún aedo se atrevía a hacer sin antes invocar el favor de los inmortales. El bardo comenzaba su canto con una apelación a la musa, pues era ella, a través del poeta, la que narraba la historia desde una visión omnisciente. Inspirado y en trance, el aedo repetía aquello que el numen le dictaba. Son célebres las palabras con las que Homero da inicio a uno de sus grandes poemas: “Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles…” se lee en “La Ilíada”.
En la gran literatura de todos los tiempos, el viaje resulta ser un tema recurrente. Tal insistencia se debe, quizás, a la innata vocación nómada del ser humano. El asunto del viaje es polivalente: ya puede tratarse de un vagabundeo por tierras y paisajes ignotos (tal el caso de “La Odisea”) o de un adentramiento en los escatológicos parajes de la muerte. Este es el caso de “La divina comedia” y cuyos primeros versos evocan la “selva oscura” con la que Dante se encontró “Nel mezzo del camin di nostra vita…”.
Dejemos las edades aristocráticas y sus glorias y vengamos a nuestro tiempo entrampado en incongruencia y democracia. Abro “La metamorfosis” de Kafka y leo la primera frase: “Al despertar, Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto”.
Una frase milagrosa, una molécula narrativa: se avizora en ella toda la repugnante historia del anodino personaje. Frase semejante a esta, por lo evocadora y milagrosa, y que nos instala de inmediato en el centro de la mítica historia de Macondo es esta otra con la que García Márquez comienza “Cien años de soledad”: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde en que su padre le llevó a conocer el hielo”. En fin, cuánto más podríamos decir al respecto, pero el espacio que dispongo resulta ser corto para tema tan vasto.
Juan Valdano / jvaldano @elcomercio.org