Sentarse a conversar toda la tarde con Thomas Jefferson. Charlar largamente y sin apuro sobre los aspectos artísticos del diseño, acerca de sus preferencias y consejos en vinos, respecto de sus recomendaciones sobre cómo poner en práctica una constitución, o sobre los trucos y secretos de la diplomacia de calibre. Sentarse a hablar con el alto auspicio de un par de copas de oporto.
Sin duda el más importante homenaje que se le ha rendido a Thomas Jefferson se originó en otro presidente estadounidense, John F. Kennedy. Durante una cena de 1962, en honor de los ganadores del Premio Nobel del hemisferio occidental (la Guerra Fría en pleno auge, por favor tomen nota), Kennedy les dijo a los premiados que nunca antes se había aglutinado tanto talento y tanto conocimiento en el comedor de la Casa Blanca, con la excepción de cuando Jefferson cenaba solo. Así de magnífico era el talento de este señor. Una deferencia a un hombre que, en términos futbolísticos, sería polifuncional. Sacarse el sombrero frente al legado de un faro, de una mente exquisita.
La p rimera faceta del talento de Jefferson está en su inclinación por la arquitectura y por la belleza de las construcciones. En esto, como en muchos de sus otros aspectos, era autodidacta: a falta de educación formal, aprendió los rudimentos del estilo clásico de Palladio y así intervino en el capitolio y en la universidad de Virginia y en su propia casa, Monticello. En sintonía con su minucioso gusto por los espacios amplios y aireados, por los efectos de la luz, por lo ornamental de las vistas y por los desafíos de las perspectivas, Jefferson también está catalogado como uno de los primeros “gourmands” de América, por uno de los pioneros de la cuidada mesa. Como diría nuestra prensa, siempre tan roñosa, Thomas Jefferson era uno de esos paladares exigentes.
De su misión diplomática en París importó el gusto por los vinos finos -parece que era particularmente inclinado a los de Sauternes- , la costumbre de tomar helado de vainilla en el postre (antes desconocida en estos lares), de la buena idea de arrancar la comida con una bisque de tomates, seguida de pasta saturada de queso parmesano. De los salones de París también trajo en su equipaje las ideas del iluminismo, el concepto de que un país civilizado debe estar gobernado por una constitución que sea respetada por todos, que el poder que no está dividido siempre degenera en tiranía o que el último reducto del republicanismo son siempre los jueces neutrales e independientes. Por eso quizá John Dewey, en uno de los ensayos más clásicos sobre Jefferson lo describió como “Un idealista cuya fe natural se desarrolló, se refrenó y se confirmó merced a experiencias prácticas extremadamente extensas y variadas”. El ideólogo de manos a la obra, el esteta que Christopher Hitchens glosó no solo como contradictorio, sino como la contradicción en sí misma.