Una sola decisión le bastó a Clístenes para poner los cimientos de la democracia griega: que todos los ciudadanos pudieran decir lo que quisieran en la Asamblea y que el resto debiera escuchar sin interrumpir. A esa regla simple –que el lenguaje moderno ha llamado tolerancia, respeto o, simplemente, buenas maneras– los griegos antiguos la denominaron isegoría.
La isegoría se convirtió en un principio que pretendió eliminar un vicio común del ciudadano ateniense: monopolizar la palabra para impedir que su oponente hable. Desgañitándose, escupiendo interminablemente palabras sinsentido, los oradores de la antigüedad pretendían aturdir a su audiencia antes que convencerla.
Clístenes garantizó a todos los ciudadanos el derecho a hablar y, también, a ser atentamente escuchados. Esto no por cortesía, sino para que luego sus ideas pudieran ser criticadas con fundamento por los demás. También se acordó que los miembros de la Asamblea fueran a ese foro con togas inmaculadas y los brazos bien descubiertos en señal de que no ocultaban armas. Detrás de esas reglas había un deseo genuino por pelear limpio a través de un debate ordenado y riguroso.
Ni entonces ni ahora los políticos autoritarios han simpatizado con esas reglas. Los dictadores y sus aprendices siempre buscan desvalorizar la palabra –abusando de ella cada vez que pueden– porque no les interesan las ideas, sino sólo las consignas.
Quieren ser los dueños absolutos de cualquier discurso para no tener contradictor. No les interesa someter su discurso al escrutinio público, porque son alérgicos al debate y adictos a la obediencia total. Tampoco les gusta jugar limpio y echan mano del insulto cuando escuchan un argumento poco propicio.
La última decisión gubernamental de prohibir a sus funcionarios que hagan declaraciones a medios independientes es una más de tantas destinadas a vulnerar el principio democrático de la isegoría.
El régimen de la ‘revolución ciudadana’ no quiere preguntas incómodas sino dóciles copistas que transcriban su discurso. Quiere que su palabra sea siempre la última y la definitiva, sin repreguntas o testimonios que digan lo contrario.
Pero esta jugada está condenada a fracasar. Más temprano que tarde los diligentes funcionarios de Gobierno deberán volver a los medios independientes de comunicación. De lo contrario, su gestión quedará sumida en la más absoluta oscuridad y –por más apabullante que sea– la propaganda no terminará de cubrir la necesidad que tienen los ciudadanos de enterarse sobre los asuntos públicos.
En ese momento la isegoría de Clístenes tendrá más vigencia que nunca porque las personas comenzarán a exigir información y pedirán que sus críticas sean oídas.