Édgar Morin decía que un intelectual es un escritor que habla de política. No quería referirse, desde luego, a los autores de textos literarios solamente: bajo el concepto de escritor estaban incluidos todos los que escriben dentro del amplísimo horizonte de la filosofía y las ciencias humanas.
En nuestra América, esta noción del intelectual encontró una de sus más cabales encarnaciones entre las décadas del 60 y el 70 del siglo anterior, cuando una serie de circunstancias, y entre ellas el reciente triunfo de los guerrilleros de Sierra Maestra, hizo posible que los escritores se pusieran en la primera línea de la vida pública, mientras una corriente incontenible que buscaba la construcción de un mundo nuevo hacía de la impugnación el instrumento idóneo para demoler lo establecido. Entonces los escritores gozaban de la admiración y el respeto de todas las ciudades, y si no encontraban en los campos esa misma recepción, era solamente porque los campesinos aún no habían aprendido a leer, ni los gobiernos habían adquirido la habilidad para maquillar todas las cifras a fin de alcanzar los aplausos de la Unesco exhibiendo falaces victorias en sus tibios programas de alfabetización.
En esos tiempos (tiempos que hoy se ven como remotos), cuando un escritor hablaba de política la sociedad entera le escuchaba. Sus palabras eran reproducidas en los noticieros, comentadas en las notas de opinión, condenadas por los gobiernos (casi siempre militares) que se encargaban de hacer muy notoria la permanente contradicción que existe entre el Estado y la cultura. Aquellos generales creían, por supuesto, que se trataba de intromisiones indeseables de los intelectuales en los asuntos que no les competían; pero olvidaban que Atenas había matado a Sócrates y que la Inquisición, brazo ideológico de diferentes despotismos, había condenado a Jordán Bruno, a Galileo y a Ambrosio Paret. O sea, ignoraban que el Estado y la cultura se oponen entre sí porque a eso les lleva su esencia, aunque esa oposición puede ser saludable cuando hay gobernantes sabios y equilibrados como Pericles, o suficientemente inteligentes como Luis XIV.
Y es que si el Estado se interesa siempre en la cultura bajo la forma de Memoria (financia museos, funda bibliotecas, fabrica santorales con sus héroes y establece para ellos un culto religioso), la cultura se busca a sí misma bajo la forma de Deseo (y fabrica utopías). Así, el movimiento del Estado va siempre en pos de lo pasado y convierte al más progresista en una institución conservadora: sus leyes, que teóricamente se dictan para siempre, tienden a lograr que el futuro sea una repetición del presente que se va haciendo pasado. El movimiento de la cultura, en cambio, que es el momento crítico de la construcción de toda socialidad, busca constantemente transformar, crear lo nuevo, inventar un mundo que no existe.
De estas contradicciones y otras más hablará a partir de hoy un puñado de escritores que no temen pronunciarse políticamente con su voto en contra del presente, para apostar al porvenir.