Miguel de Unamuno al referirse a Juan Montalvo cinceló una frase que define el carácter del ambateño y el díscolo talante de su prosa: “Cogí Las Catilinarias de Montalvo –dice el rector de Salamanca- pasé por lo excesivamente literario del título ciceroniano… y empecé a devorarlas. Iba desechando literatura erudita; iba esquivando artificio retórico. Iba buscando los insultos ¡sí! los insultos; los que llenan el alma ardorosa y generosa de Montalvo”.
En la extensa y fecunda historia del libelo literario, Montalvo tiene un puesto de honor junto a otras figuras que, como él, blandieron la palabra como un rebenque y con el que desollaron a ingratos y tiranos. La lista bien podría iniciarse con Aristófanes y Marcial para continuar luego con Aretino, Quevedo, Voltaire.
“Mi nombre está grabado en mis flechas, -decía el ambateño- y con ellas en el corazón mueren tiranos y tiranuelos: díganlo García Moreno y El Cosmopolita; díganlo Antonio Borrero y El Regenerador. ¿Lo dirán también Ignacio Veintemilla y Las Catilinarias?”. Palabras como estas reflejan orgullo y vanagloria desmedidos. ¿Ha existido, en el Ecuador, otro escritor que haya podido decir lo mismo? Ninguno. Por única vez, en la historia de las letras de este país, un intelectual pudo jactarse de tener un poder de tal magnitud que equivalía a ejercer una dictadura personal y paralela, tan temible como aquellas a las que combatía.
Montalvo sabía que al levantar su ira no hería solo a un tiranuelo, sino que se enfrentaba a un mal persistente en nuestros países. Sabía que su lucha era la de siempre en América Latina, la dialéctica de la razón sin suficiente fuerza ante la fuerza sin ninguna razón; la lucha de la civilización frente la barbarie. Su visión de la sociedad es la de un universo en perpetuo conflicto entre fuerzas que representan dos niveles de vida histórica y que Montalvo las comprende no desde el ángulo del filósofo (J. B. Alberti), ni del historiador (Sarmiento), ni menos la del sociólogo (González Prada) sino del moralista. La tiranía es, para este escritor, un mal moral.
Y como moralista indignado se yergue con la autoridad que le da el ejercicio de la palabra para lanzar sus libelos; ruidosa maquinaria de anatemas, injurias e improperios con los que pretende triturar al dictador y desfigurar, para la posteridad, su imagen. Todo el léxico agresivo que Montalvo acumula y mueve se explica porque surge de su concepto moralista de la tiranía. La indignación era su fuerza y el nervio de su verbo provocador. Un predicador que aspira conseguir adeptos, mover pasiones:
“…donde hay un muchacho que alza la cabeza y exclama: ¡Tirano, yo no soy de los tuyos! La esperanza palpita en el seno de ese pueblo”.
Su manía cervantina no provocó sino mohínos gestos entre los miembros de la Real Academia de Madrid, institución en la que el ambateño golpeó las puertas y no fue atendido. Según Unamuno, es la indignación lo que salva la retórica de Montalvo.