El presidente de la Asamblea se ha declarado insolvente. Comparto su opinión: será difícil que pague por el daño que ha causado al país y a su institucionalidad. En un artículo anterior sostuve que, entre los últimos, el peor presidente de la Función Legislativa, el más inconsecuente y nefasto, ha sido Fernando Cordero. ¿Qué parámetro utilicé para hacer esa evaluación y llegar a esa conclusión? El siguiente: un buen presidente, al concluir su administración, deja fortalecida a la institución que ha representado; un mal presidente, en cambio, desprestigiada y, más aún, debilitada. Nunca antes como hoy nuestra legislatura ha sido limitada y coartada en el ejercicio de sus atribuciones: es, en resumen, una Asamblea decapitada.
El Congreso Nacional, según la Constitución anterior, integraba la terna para designar al Contralor y nombraba al Ministro Fiscal General, al Defensor del Pueblo, a los superintendentes, a los vocales de los tribunales Constitucional y Supremo Electoral y a los miembros del Banco Central. Esta facultad, en la mayoría de los casos, fue transferida por la Constitución de Montecristi, en cuya imposición intervino Fernando Cordero, a un nuevo organismo, el Consejo de Participación Ciudadana, cuyos integrantes no son elegidos por el pueblo y, por tanto, no tienen ninguna representatividad. La Asamblea, sin posibilidad de oponerse u objetar a los nombrados, únicamente los ‘posesionará’.
Las tareas legislativa y de fiscalización también han sido limitadas. En el trámite de una reforma constitucional, la Asamblea sólo podrá ‘participar’ y la facultad para interpretar la Constitución fue conferida a la Corte Constitucional, que carece de su representatividad. Ha legislado muy mal y por encargo y ha colaborado con eficiencia en la conculcación de libertades y en la creación de un verdadero caos jurídico. Las normas sobre fiscalización, que son una burla, han sido complementadas con una decisión ‘autónoma’: a pesar de los numerosos actos de corrupción, ha renunciado a exigir la rendición de cuentas, a investigar, a juzgar políticamente y a sancionar.
En síntesis, la Asamblea Nacional ha demostrado una total sumisión a la Función Ejecutiva y no ha cumplido las obligaciones que le corresponden y que le impone la Constitución: legislar y fiscalizar. La mayoría gobiernista que la controla ha destruido su independencia, ha desconocido sus derechos, la ha convertido en órgano legislativo de la presidencia de la República y la ha llevado a olvidar la fiscalización. Las leyes que ha aprobado han sido elaboradas por los asesores presidenciales. Los actos de corrupción y de atropello a las libertades ciudadanas, cada vez más numerosos, no existen. Está para obedecer y callar. Así ha cumplido el rol, triste y vergonzoso, que le ha asignado el proyecto correísta.