Columnista Invitado
Si entre los numerosos defectos que se detectan en la Constitución de Montecristi, tuviéramos que escoger uno, nos quedaríamos con la creación del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, que figura como el núcleo central de la llamada pomposamente función de transparencia y control social. La cuarta o quinta función del estado, no se sabe bien.
A pesar de su nombre, se trata de un organismo en el que no existe una real participación ciudadana, que no se destaca por su transparencia, y que tampoco ejerce ningún control. Que, en cambio, ha resultado ser la herramienta fundamental, posiblemente la decisiva, en el proceso de concentración del poder que hemos vivido los últimos diez años.
Todo es muy particular en este órgano constitucional. Desde su existencia, fruto, más que de una novelería, de un refinado cálculo político-estratégico. El derecho constitucional universal nos enseña que son los congresos, asambleas, parlamentos, o como se quiera llamar al órgano legislativo, en donde se encuentra representada la ciudadanía, pues sus integrantes han sido designados por el voto popular. Por eso no hace falta otro órgano paralelo, supletorio o sustituto, en el que supuestamente también esté representada la ciudadanía.
Contra toda experiencia histórica, se ha creado este Consejo, cuyos integrantes, por supuesto, no son elegidos por los ciudadanos. Su designación, caída del cielo, la hace el Consejo Nacional Electoral, luego de un sinuoso proceso de selección entre los postulantes propuestos por las organizaciones sociales y la ciudadanía. Cuánta amplitud y cuánta ambigüedad al mismo tiempo. Y cuánta discrecionalidad para el ente nominador.
El Consejo de Participación Ciudadana es muy poderoso. Participa en la designación de los miembros de la Corte Constitucional; designa al defensor del pueblo, al defensor público, al fiscal general, al contralor del Estado, a los integrantes del Consejo Nacional Electoral (¡que, a su vez, designa a los miembros del Consejo de Participación Ciudadana!), del Tribunal Contencioso Electoral y del Consejo de la Judicatura. Y de ternas enviadas por el presidente de la República, al procurador del Estado y a los superintendentes de las numerosas superintendencias creadas en los últimos años.
En resumen: quien controla el Consejo de Participación Ciudadana tiene en sus manos el control de todo el aparato estatal. Y la experiencia de estos años de vigencia constitucional nos demuestra que este Consejo ha estado integrado, en su práctica totalidad, por miembros del partido de gobierno, en su gran mayoría ex funcionarios del mismo.
¿Y cómo ha cumplido el inefable Consejo sus funciones? La respuesta la tenemos a la vista en lo que ocurre ahora mismo con el contralor. Reelegido hace tres meses, con puntuación perfecta en el concurso de marras y que enfrenta, por lo pronto, un juicio político y, seguramente, una próxima incriminación penal.