El fuego que consumió decenas de hectáreas de espacios verdes al final del verano puso en vilo a los quiteños desde el fin de semana pasado. Pero en medio de esas llamaradas se levantaron con vigor otras que pueden resultar más destructivas, pues no son el reflejo de las acciones aisladas de un pirómano sino destellos de una mala salud cívica.
Que un Presidente de la República rompa periódicos públicamente es una señal de intolerancia impensable en otras latitudes pero a la que el país se ha ido acostumbrando. Es un acto en donde la fuerza se impone sobre las ideas y que recuerda a las hordas gutierristas cuando incendiaban ejemplares de diarios, como en los tiempos más oscuros de la humanidad.
Un acto así incluye un gran ingrediente de poder. Solo hay que imaginar qué le sucedería a un ciudadano que rompiera públicamente un libro sobre el pensamiento presidencial o de su Gobierno, o si rasgara algún documento que simbolizara el poder vigente.
Pero hay más detrás de las llamas del aleve incendio quiteño. Que el Defensor del Pueblo, supuestamente incitado por un funcionario de la Fiscalía y de un juez, haya pedido que se impidiera la circulación del libro ‘Una tragedia ocultada’ es una muestra del clima que se vive entre unas autoridades prestas a satisfacer al poder y no a actuar con algo de coherencia.
Esa misma diligencia debía haberse observado para sacar del aire dos publicidades gubernamentales en donde se hace uso explícito de niños con fines promocionales, algo prohibido por la ley. ‘Una mínima huella’ es un argumento en favor de la explotación petrolera en el Yasuní, mientras que ‘La Megan’, propaganda de reciente factura ‘inspirada’ en ‘La Dolores’ del Gobierno kirchnerista, pretende ser un símil del nacimiento de la democracia el 30 de septiembre del 2010.
En cambio, el Defensor resolvió el martes, por pedido de una asambleísta gobiernista, que una publicación del diario Extra, nada menos que de abril, vulneró los derechos de las mujeres al colocarlas como objeto sexual. No se sabe qué hacían o qué pensaban estos aprendices de Torquemada cuando, por ejemplo, la Secom emitió en marzo una propaganda en la cual prácticamente se convertía a las mujeres en culpables de incitar a sus posibles victimarios por beber o usar minifalda.
No se sabe tampoco qué piensan cuando ven la programación vespertina de los canales incautados, a propósito de la citada cosificación de la mujer. Ni qué pensaron cuando el Presidente hizo bromas definitivamente machistas sobre las asambleístas de su movimiento, o de la dramática situación de las mujeres iraníes.
¿Qué se puede pensar y esperar de funcionarios públicos que callan o actúan solo para responder a las lógicas del Gobierno de turno? ¿Qué daños está causando este otro incendio que, lejos de apagarse, cobra más fuerza ante una sociedad impasible?