He estado de acuerdo con algunos de los grandes objetivos sociales de este Gobierno (cambio educativo, universalización y calidad de la educación, reducción de la pobreza, etc.) pero a menudo he tenido serias discrepancias con sus métodos para conseguirlos. En otras palabras, simpatías con algunos “qué”, pero dudas y cuestionamientos con los “cómo”.
Bajar y frenar la obesidad es uno de los nuevos objetivos de este Gobierno. Estoy de acuerdo y lo apoyo. Sin duda el incremento de la gordura es alarmante en los niños y los jóvenes. Resultado de la acumulación de grasa en el organismo, las nuevas generaciones enfrentan enfermedades que eran casi exclusivas de los viejos: problemas cardiovasculares y diabetes; así como trastornos psicológicos, baja autoestima y exclusión social. En tal sentido, la obesidad es un problema de salud pública de primer orden.
El Gobierno se ha lanzado a combatir la obesidad, sin embargo la estrategia planteada es incompleta y en gran parte desacertada. Si las principales causas de la obesidad son el sedentarismo y los pésimos hábitos alimenticios, aumentar el número de horas de educación física en las escuelas es razonable, pero poner un impuesto a la comida chatarra es un tiro al aire, suena a pretexto para recaudar más recursos para un arca fiscal que en apariencia tiene dificultades.
¿Solo las hamburguesas, gaseosas, hotdogs y papas fritas son responsables de la obesidad? No, otros ricos potajes de la cultura y tradición alimenticia nacional consumidos en exceso tienen las mismas consecuencias que la chatarra, por lo que, según la lógica gubernamental, deberían sumarse a las listas del SRI: chugchucaras, fritadas, mote con chicharrón, guatita, llapingachos, pan de Ambato, hallullas de Latacunga, bizcochos de Cayambe, helados de paila de Ibarra, bolón de Esmeraldas, cascaritas de Cuenca, etc. Si una medida así se ejecutaría, concebida por algún yuppie revolucionario recién llegado con un PhD de alguna universidad gringa, al día siguiente se cae el gobierno.
El combate a la obesidad no se encuentra en medidas fiscalistas y disciplinarias ni en la sola intervención del gobierno; se halla en la educación incidiendo en la cultura, en la construcción de buenos hábitos de deporte y alimentación. Sí, en la educación, pero no solo la de la escuela, sino también la de la sociedad, la que difunde los medios, y sobre todo la que se hace en la familia. Entonces, se requiere de un pacto a gran escala que involucre a todos; aspiración utópica en estos momentos que el Estado se cree el único actor, negando la participación de los demás.
En esta como en otras políticas, sociedad y Estado deben involucrarse para buscar soluciones. ¿Cuándo entenderán? Si persisten en su cerrazón, la próxima asonada se llamará la “revolución de las chugchucaras”.