Imaginemos que aceptamos con seriedad y compromiso que seguimos siendo racistas y excluyentes con el Otro. Me sitúo en América Latina. Que nos cuesta sabernos humanos que ostentamos como mestizos un poder inimaginable; que nos permitirnos decidir por los Otro (marginales y subalternos) creyendo aun que lo hacemos por su bien. Hablo especialmente del sector indígena al que aún nos cuesta reconocer su lengua, sus formas de comer, comportarse, su historia: la de ayer’, “no arqueologizada”, o la de hoy sin tintes folklorizados ni populachera que solo sirve de inocuas mea culpa.
Hago un ejercicio simple de reflexión. Y lo hago en estos días desde una Berlín que exorciza a cada momento su pasado reciente. Y desde ésta vivo dos experiencias contundentes para ejemplificar lo que deseo expresar. La primera es la visita del Museo Judío diseñado exprofeso por David Liebeskind. El espacio nos habla de dolor y soledad, en ángulos agudamente cerrados, fosas que se elevan a lo alto del edificio, corredores en distintas direcciones en que se manifiesta el extrañamiento o la diáspora judía forzada por las circunstancias. En el museo se intenta asentar una historia de persecución y muerte pero también de aportes de esta comunidad para con el mundo. Se asienta su existencia y se defiende su presencia. En el Museo del Muro de Berlín, en cambio, se explica con detalle el monstruoso quiebre humano que supuso la repartición del pastel entre el mundo capitalista y el comunista. Ambos son una especie de purga, ambos un memorial, una memoria para no olvidar.
Y ante estos y muchos otros hitos de la ciudad, me pregunto a cada instante, ¿qué hemos hecho en nuestros países para poner al frente y exhibir el genocidio indígena o negro, el abuso del Otro aun presente, aunque lo creamos superado y poco relevante volver a él? Resulta clamoroso reestablecer contactos contundentes con nuestra quebrada, huidiza y desconocida Historia, rearmarla públicamente, purgarla como lo hacen en Argentina, otro ejemplo más cercano, al desclasificar los archivos de la fatal dictadura y crear espacios -casas memoria- que dan cuenta de desaparecidos o torturados. Las ciudades se prestan para ello, sus espacios públicos son idóneos, los museos ni se diga.
El Realismo Social de los años entre 1920 y 1940 fue un importante momento para establecer un primer alto para el abuso indígena en la América Latina; y fue de carácter panamericano. Pero hay muchos sucesos de tensión y lucha posteriores, nuevos actores que han superado la marginalización y que enarbolan nuevos aires de liberación, luchan en otros escenarios y que desean hablar por si mismos sin dejar que lo hagan voces ventrílocas. Es hora de pensar en un espacio de arranque para estas nuevas realidades.