Muchos de nosotros tenemos dos imágenes, radicalmente distintas entre sí, de la bella ciudad española de Toledo.
Por un lado, recordamos la ciudad “de las tres culturas” y “de la convivencia” en la que vivieron durante siglos, hasta 1492, pensadores, artistas y traductores cristianos, musulmanes y judíos en razonable armonía y mutuo estímulo.
A su famosa Escuela de Traductores se atribuye el rescate para Occidente, a través de traducciones al latín, de muchos de los clásicos griegos y romanos de los cuales solo sobrevivían versiones en árabe y en hebreo.
Algunos historiadores cuestionan cuán armoniosa fue la convivencia en Toledo, pero perdura para muchos de nosotros la imagen de un lugar amable, en el cual personas con creencias diversas coexistían en paz y valoraban su diversidad.
Por otro lado, recordamos el asedio del Alcázar de Toledo durante la Guerra Civil, cuando un oficial republicano amenazó al Coronel José Moscardó con fusilar a su hijo si no se rendía. Moscardó habló por teléfono con su hijo y, según varios estremecedores relatos, le dijo: “Encomienda tu alma a Dios, da un viva a España, y serás un héroe”. También se debaten los detalles de esa conversación, pero perdura en las mentes de muchos de nosotros esta otra imagen, dura, brutal, inhumana de Toledo, lugar de impensable horror producido por la confrontación violenta entre ideas opuestas.
Las contrastantes realidades en Toledo resultaron de, y simbolizan, las dos posibles respuestas a una pregunta esencial: ¿están necesariamente en conflicto, y deben por ello confrontarse, y terminar como enemigas, personas que discrepan entre sí? Muchos, me incluyo, pensamos que no, que las diferencias de creencia no son, necesariamente, conflictos. Podemos discrepar sobre cualquier tema, pero no estamos en conflicto si nos respetamos en nuestra discrepancia y no intentamos convencer al otro ni imponerle nuestras creencias. Podemos, en definitiva, estar de acuerdo en que estamos en desacuerdo, vivir en paz, cooperar y ejercer influencias constructivas sobre nuestras respectivas vidas. Ejemplo de esa forma de ver el asunto es el primero de los recuerdos de Toledo.
Sin embargo, muchas otras personas piensan que la simple diferencia de creencias y criterios constituye un conflicto. Si además creen que hay una sola posible respuesta correcta a toda pregunta o inquietud, que el criterio del otro no es solo “diferente” sino está “errado”, entonces ese criterio tiene que ser “corregido” con la imposición de las ideas “correctas”, y horrores, como los de Toledo en la Guerra Civil, se vuelven inevitables.
Como con tantas otras inquietudes en la vida, cuál imagen de Toledo perdurará es cuestión de elección, de si elegimos creer que quienes discrepamos estamos en conflicto o elegimos creer que no lo estamos.