No hay nada más democrático que la transparencia en la vida pública y privada de un gobernante, y no hay nada más republicano que la obediencia con que el gobernante se somete a esa transparencia. Es indispensable que la opinión pública tenga conocimiento de la conducta, los vínculos y los puntos de vista del Mandatario, porque solo así es reconocible para la masa que lo eligió, manteniendo la horizontalidad que es propia de un régimen de garantías, un marco de igualdad y un sistema de libertades.
Ese trámite puede alterarse por la violencia política, la inestabilidad social, la impopularidad o el peligro terrorista, deteriorando las relaciones del gobernante con la comunidad al interponerse más vigilancia, mayores controles o limitaciones que enfrían el diálogo y afectan la vieja soltura. El temor a los atentados o la desconfianza ante el comportamiento colectivo, contribuyen a enrarecer el clima. Queda en tela de juicio, eso sí, la imagen del dirigente popular a quien la población puede acercarse para saludarlo, escucharlo y tocarlo.
Nadie más que su séquito sabía dónde estaba Stalin durante sus 25 años de autocracia; nadie conocía el momento en que Hitler llegaría a un acto, porque variaba la hora sin previo aviso por razones de seguridad. Nadie estaba seguro de que Saddam Hussein fuera realmente quien saludaba desde la tribuna, porque utilizaba sosías para protegerse, y nadie conoce el paradero de Fidel Castro desde que tuvo su quebranto de salud, ni la naturaleza de esa dolencia ni sus márgenes de recuperación o el sitio donde lo atendieron. El culto del secreto sobre las figuras públicas es uno de los códigos más ingratos y típicos del despotismo.
En Venezuela está ocurriendo algo similar con la enfermedad de Chávez, esa silueta contradictoria cuyas victorias electorales se codean con los atropellos de su estilo de gobierno y los galopantes índices de corrupción que lo oscurecen. Una cerrada cortina ha caído sobre las etapas de esa enfermedad, a la que sus seguidores solo se refieren con vaguedades y los comunicados oficiales solo mencionan con eufemismos, acompañados por largos trechos de mutismo. En la manera de dar la espalda al aperturismo propio de la democracia, ese disimulo puede leerse como un intento por colocar al gobernante más allá de la simple estampa mortal, un empeño por presentarlo invencible o un perfil inalterable, un gesto para ponerlo a salvo de la tristeza carnal de su historia clínica. El líder indispensable se vuelve así indestructible y el todopoderoso se vuelve inmortal. Parte de esa sacralización ha coloreado históricamente la efigie de los dictadores, desde Lenin eternizado por su cuerpo exhibido y momificado, hasta Franco. La intervención del factor mágico, en espera del milagro, también aparece en el caso de Chávez y ocupa el sitio desalojado por la razón y la realidad, a medida que el personaje se interna en las ficciones del absolutismo.
El País, Uruguay, GDA