Nada en la vida resulta tan triste y desgarrador como la muerte de un niño. El alma del ser humano no está hecha para contemplar tragedias de esta magnitud y salir indemne de ellas.
Una imagen como la de Aylan, el niño sirio cuyo pequeño cuerpo fue arrojado por el mar a las costas de Turquía, ha sido capaz de remover incluso a los líderes más duros, a esos que contemplaban a diario, a larga distancia y sin inmutarse, los naufragios de las frágiles pateras, la zozobra de los que intentaban cruzar las alambradas, el miedo de los que franqueaban muros y del otro lado se encontraban con el cañón de un fusil o descubrían a la fuerza los más perversos comportamientos del hombre.
Tal parece que esa sola imagen de Aylan echado bocabajo sobre la arena, quieto, silencioso, angelical, engalanado como si le hubieran invitado a una fiesta para atiborrarse de dulces, fue capaz de estremecer a muchos de los malditos que hasta hace pocos días miraban hacia otro lado cuando llegaban a sus playas decenas de cuerpos roídos por las dentelladas de la muerte, hinchados de agua y de esperanzas inútiles, despojados de lo poco que tenían mientras podían soñar, con el rostro congelado en un último gesto, en el umbral exacto entre la desesperación y el alivio.
Tal parece que una sola fotografía, un solo segundo de grabación, una sola señal satelital enfocada en los estertores finales de las mareas, en la espuma blanca que acunaba al pequeño Aylan, provocó el estruendoso estallido de humanidad que logró, al menos por unos días, borrar las líneas imaginarias de las fronteras, adormecer a las patrullas, ablandar el cemento de los muros y fundir en arroyos inofensivos todos los alambres y sus púas.
Tan grande fue la onda expansiva de aquella imagen, que al norte del Río Grande alguien anunció que, muy pronto y por un instante, se quitarían los cerrojos y se abrirían las compuertas orientales del paraíso terrenal (nunca las del sur), para permitir una brevísima avalancha de compatriotas de Aylan y sus familiares.
Tan brutal resultó el impacto del pequeño niño abatido sobre la arena, que incluso en la triste Venezuela, el inefable Maduro, tan poco iluminado, tan vacío de sentido común, decidió invitar a otro grupo de súbditos de su colega Bashar al Asaad a sumarse al reino de la escasez y de la desesperanza sudamericana, mientras por la puerta de atrás expulsa cada día a miles de sus compatriotas, a decenas de miles de desechados de lo que va quedando de la “patria grande”.
En adelante y por mucho tiempo, en todas las playas nos encontraremos con la imagen de Aylan muerto sobre la arena. Imaginaremos por un momento que no es él sino otro niño el que está recostado tan cerca del agua, y esperaremos en vano el momento en que se levantará sonriendo y correrá hasta la orilla, y jugará con las olas que alcanzarán sus pies. Pero él no se moverá, pues siempre será Aylan, el pequeño que nunca despertó. Es el precio que debemos pagar por lo que somos.
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