La Iglesia, según las Sagradas Escrituras, y de acuerdo con las mejores tradiciones de la cristiandad, es el Pueblo de Dios, la reunión de los fieles. Ante todo es una comunidad de fe que vive a la luz del Evangelio, buscando la justicia y la liberación de los pobres. Esto dice, no un manual de marxismo, sino el Concilio Vaticano II en su Constitución Dogmática “Lumen Gentium”, sobre la Iglesia.
Esta visión comunitaria de la Iglesia Católica es la de gente que ha tratado de ser fiel al Evangelio en todo el continente. Seglares comunes y corrientes, trabajadores y madres de familia, religiosas, sacerdotes y obispos creen en esa Iglesia, la respetan y aman, a pesar de que por ello sufren incomprensiones y persecuciones. Ese ha sido el caso de muchos en nuestra historia. Basta solo recordar a monseñor Leonidas Proaño.
La Iglesia es fundamentalmente comunidad de fe y de vida, en la que presbíteros y obispos, no son administradores de empresas ni jefes de relaciones públicas de los poderosos, sino “siervos de los siervos de Dios”. Ejercen autoridad porque trabajan codo a codo con la gente y se han ganado su respeto.
Claro que hay quienes creen que la Iglesia es una institución monárquica cuyo fin no es buscar la liberación y la justicia, sino preservar su estructura medieval, las prácticas de explotación y la preservación de la propiedad, que consideran sagrada. Por ello, cuando alguien habla de la Iglesia, hay que preguntar: ¿cuál Iglesia? Y la respuesta se la encuentra en la vida de la gente, especialmente de los más humildes.
Escribí en esta columna una denuncia doble. Primero: el Vaticano, con una enorme falta de respeto a su persona y a los fieles a quienes se debe, había sacado de muy mala manera al obispo López Marañón de Sucumbíos. Claro que ya debía ser relevado. Pero eso no justifica la forma oprobiosa en que se cumplió la consigna de separarlo, al cabo de cuarenta años de vida misionera.
Segundo: la prelatura de Sucumbíos, que estaba cargo de los padres carmelitas, ha sido entregada a los “Heraldos del Evangelio”, una secta de fanáticos que ni bien llegaron comenzaron a atropellar a las comunidades eclesiales y organizaciones de fieles. Tan grave ha sido el hecho, que la gente está en vigilia en Sucumbíos y en todo el país ha levantado su voz de protesta contra el abuso y contra la infiltración de un grupo de extremistas en uno de los lugares más conflictivos del país.
A quienes piensan que respaldar la acción de obispos verdaderamente evangélicos, que protestar contra una acción irrespetuosa y ultraconservadora del Vaticano, es “odio” a la Iglesia, les pregunto: ¿cuál Iglesia?
La respuesta no la doy yo sino el pueblo de Dios que en estos mismos días está junto a monseñor López Marañón y lo que él representa. En la verdad no hay odio sino liberación.