Ídolos de barro que carecen de grandeza y compromiso con los que creen en ellos. Ídolos que, despojados del poder y jubilados del transitorio prestigio que alguna vez creyeron tener, se reducen a lo que siempre fueron: manipuladores disfrazados de héroes, charlatanes de feria que siguen embelesando a multitudes de ingenuos, recurso fácil de una sociedad que fabrica sin pausa toda suerte de disparates donde se aloja la vanidad.
Siempre hubo estos becerros de cartón, transitorios íconos expuestos a la adoración de multitudes hambrientas de imágenes y de leyendas de opereta, tras las que actúa la maquinaria de la propaganda, el “prestigio” construido por los cortesanos y la mentira transformada en verdad.
Siempre los hubo, pero los tiempos que corren, sin duda alguna, se llevan el campeonato mundial de la fabricación de estos subproductos de la sociedad mediática. Estamos llenos de ellos. La noticia son ellos, sus gestos, palabras, caprichos y desatinos. La opinión es la de ellos.
Lo que importan son ellos, pese a la evidencia de la tontería que encarnan, de la medianía que los agobia, de los caprichos infantiles que son la marca de sus vidas. Estamos agobiados por ellos, saturados por sus estilos, esperando lo que digan, o lo que hagan.
Para entender nuestro tiempo, para entender la democracia de masas, la cultura de multitudes, la literatura de folletín, hay que poner atención a este imperio de ídolos de barro, a esta tiranía del disparate, a este estilo de revistas del corazón que se ha impuesto en todos los órdenes de la vida.
Probablemente allí esté la explicación de la vigencia de los perfiles de hombre y
mujer, que son los grandes referentes de todos, y que no pasan de la vaciedad del modelo,
de la mentira de la propaganda y de la moda estrafalaria.
Lo grave es que ahora las ideas siguen la ruta que dejan los ídolos de barro. La “literatura” consume ríos de tinta en torno a ellos. Algunos oficiantes, en papel de intelectuales, reparten inciensos entre la multitud entontecida por el carisma de íconos baratos. Muchas teorías se construyen sobre personajes que, vistos a la distancia y con la serenidad que da el tiempo, no servirán ni como transitorio objeto de noticia.
Los ídolos de barro están haciendo mucho daño a la democracia y a la cultura, están embotando la sensibilidad y el espíritu crítico. Esos ídolos pertenecen a una sociedad de masas que está desbordando todos los límites y desnaturalizando los vínculos de relación necesarios para mantener un nivel de racionalidad en la vida colectiva.
¿Es posible aún romper esos mitos, restaurar la capacidad crítica y plantearse la posibilidad de dejar de consumir imágenes sin sustancia y discursos sin verdad?