Endilgarle el indio a una persona puede sonar a vejamen cuando se lo hace con intención despectiva. El asunto viene a cuento en estos días luego que unos jóvenes venezolanos han opinado por las redes sociales acerca del aspecto físico de los ecuatorianos quienes, según ellos, a más de feos son indios. A causa de ello, una ola de indignación y xenofobia se ha levantado entre los quiteños. Valga este episodio para reflexionar en el origen de uno de esos sentimientos que secularmente ha mortificado el alma colectiva del ecuatoriano.
En las sociedades andinas el término indio generalmente tiene una connotación peyorativa. Esta es una construcción semántica que parte de la colonia. Luego de la violencia de la conquista, la sociedad colonial se fue sedimentando bajo los valores impuestos por el conquistador. Aquello que se identificaba con lo español (catolicismo, lengua castellana, apellido, tez blanca…) poseía la aureola de lo legítimo. Por el contrario, lo que derivaba de lo indio (lengua aborigen, mitos y saberes populares, tez cobriza…) provenía del mundo de abajo, era lo ilegítimo. En el régimen colonial el indio estuvo sometido a dos procesos contrapuestos: uno, de fusión-asimilación y otro de rechazo-separación. Solo a finales del siglo XVIII el mestizo pudo enfrentar esta oposición y superarla en parte. Sin embargo, la percepción peyorativa de lo indio nunca se perdió. Juan Montalvo solía insultar a sus enemigos endosándoles el indio aunque, de hecho, no lo fueran. De Ignacio de Veintemilla dijo: “Fuera del color, todo es indio en esa fea, desmañada criatura”.
Aquella relación hostil que se engendró en la colonia entre dominadores y dominados se trasunta hoy en el abigarrado mundo de las relaciones privadas. Durante la colonia, el complejo de bastardía fue signo de lo mestizo, no solo por ser fruto de la ancestral discordia entre dos sangres sino, además, porque el americano sabía que consigo llevaba el conflicto de la ilegitimidad, el repudio paterno. De hecho, España (la decantada “Madre-Patria”) siempre se negó a reconocerlo como hijo suyo. Eso lo vivieron en carne propia los jesuitas expulsados en 1767. Estas circunstancias hicieron del mestizo un tipo humano contradictorio y escurridizo, adherido emotivamente a la raíz materna (india) y añorante de la negada filiación paterna. Son los huairapamushcas. Es esa prole del vendaval, como yo la llamo, y a la que la sociabilidad es su virtud, la improvisación su fuerza, la impostura su rasgo y el desvelamiento del origen su sufrimiento. Simón Bolívar, en cuyas venas fluía un porcentaje de sangre africana, sabía que “nuestro pueblo es un compuesto de África y de América que una emanación de la Europa. Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos”. Es evidente que hoy, a inicios del siglo XXI, la perplejidad persiste.
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