El más grande emperador romano Julio César lleno de la soberbia que el poder otorga y sus victorias militares que lo colmaban de un orgullo sin límite, había dispuesto que un esclavo le recordara diariamente que “era mortal” de manera tal a no creerse un dios por encima de todos. Con muchas democracias latinoamericanas ensoberbecidas, pareciera ser necesaria la referencia de un pueblo -que sin ser esclavo-, les recordara a nuestros mandatarios que nosotros: sus mandantes los reconocemos como humanos y como sirvientes de nuestros mandatos. Esto que parece lógico sin embargo es posible comprobarlo que una República requiere no solo el imperio de la ley que regula a todos por igual pero desafortunadamente a otros más iguales que otros, que la finitud humana nos equipara finalmente a todos. Los presidentes no son inmortales y qué duda cabe, cuando observamos a varios de ellos luchar denodadamente por sus vidas invocando al mismo Dios censurador por sus actos de injusticia, les dé una chance de continuar en el cargo.
Esta fragilidad humana se ha convertido incluso en un factor demagógico y distorsivo de los afectos populares dejando a un lado su mala gestión o sus excesos en el cargo. El cáncer que apareció a Lugo en un momento de alta crítica a su gestión en Paraguay terminó por darle un balón de oxígeno ante una población compasiva que entendía el dolor que dicha enfermedad lo sumía ante el incierto futuro que lo esperaba. Es probablemente, en nuestras democracias de excesos y sin limitaciones, el espacio de la enfermedad el único que pone por igual al gobernante con el gobernado y que puede incluso superar las más grandes incoherencias que un tratamiento lleva consigo. Lugo fue atendido en el hospital paulista más caro de América Latina, el Sirio-Libanés pagado por el Gobierno brasileño con el cual negociaba en ese momento el injusto tratado de administración de la mayor represa hidroeléctrica del mundo. No importó ni al gobernante ni al pueblo que siendo el Primer Mandatario no tuviera un hospital de calidad en su país para un tratamiento no solo personal sino para todo el pueblo.
Venezuela con más de USD 85 billones de ingresos anuales por producción petrolera no parece tener un hospital a la altura de la dolencia de su Presidente que debe viajar a Cuba para seguir un tratamiento más destacado por su secrecía que por una evaluación clara y transparente de su delicada salud, que pone en jaque la frágil institucionalidad de su país. Los mortales presidentes se topan ante la parca recordando a Dios y pidiendo que no lo abandone en su deseo de continuar en el poder aunque después ni recuerde que muchos de sus connacionales debido a su incapacidad de administrar el poder carezcan de ocasión para ser tratados por dolencias graves en sus países. Ante la muerte sucumbe el orgullo, la soberbia y el poder sin límites.