Para los que cursamos estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de Cuenca, en esos distantes años 60 del siglo pasado, aún persiste la memoria de ciertos maestros que impartieron lecciones de auténtico saber humanístico y pulcritud ética e intelectual. De entre ellos rescato dos nombres: Francisco Álvarez González, filósofo español y Gabriel Cevallos García, cuencano universal. La filosofía, la literatura, la historia, las lenguas clásicas y modernas se enseñaban entonces en las aulas de la universidad cuencana; magisterio que, con frecuencia, se prolongaba fuera de clase en tertulias y debates en los que profesores y alumnos compartíamos por igual en un ambiente de expansivo y cordial coloquio. En mi caso personal, fue allí que se afianzó esta vocación por las humanidades, los saberes del espíritu, el arte de la palabra y las cambiantes formas de la cultura. De entonces para acá muchas cosas han cambiado, el mundo de entonces no es el de hoy ni el Ecuador de antaño es el de hogaño. Las generaciones que llegan vienen con otras sensibilidades, otros afanes las conmueven, otras son sus preferencias.
Aquella búsqueda socrática que parte de la inquietud y la duda, el sencillo placer del conocer por el conocer mismo han sido sustituidos por ese otro saber: el útil, rentable y lucrativo, el conocimiento que se erige en poder, en dominio; peso y medida de lo que hoy es deseable, condimento para el éxito de lo que profesionalmente se aspira a ser .
El ser humano es criatura compleja; naturaleza proteica que se inventa a sí misma, que no es sino que llega a ser. Objeto esencial de cualquier tarea educativa debería ser la unidad de la esencial condición humana. ¿Cómo pensar seriamente en un proyecto educativo en una sociedad en la que saber leer y escribir como Dios manda es algo que se ignora desde los altos niveles del poder? Lo primero que debería definirse es una política que promueva la lectura y la escritura, base del conocimiento humanístico.
Entendemos y, aún más, participamos de las nuevas realidades y las inéditas perspectivas que ofrece una sociedad interconectada; no somos de aquellos que creen que todo pasado fue mejor. Sin embargo, guardo predilecciones por un saber integral del ser humano lo que supone una pedagogía con sustento humanístico. No somos solo racionalidad y praxis, estadística del consumo; somos una compleja trama hecha de intelecto y fe, de pasión e imaginación, de impulso y contención, de luz y sombra, de azar y carácter, de tiempo y eternidad. La naturaleza se explica, pero el alma se comprende, decía Dilthey. Y son las humanidades: la literatura, la filosofía, el lenguaje las que nos devuelven la conciencia de un destino largamente oculto y aún no completamente revelado: este tránsito de la hominización a la humanización.