Hace rato que vivimos la política mediatizada por la televisión. Las noticias locales o mundiales, las cadenas de propaganda, los mismos actos de masas, todo se rige por las leyes y las necesidades de la pantalla. Por ello, los operadores de la política buscan transmitir sus mensajes de la manera más atractiva y más verosímil posible recurriendo alegremente al lenguaje cinematográfico y a las técnicas desarrolladas por la publicidad, que no son inocentes pues convierten a las personas en productos de consumo.
A su vez, series de ficción de altísima calidad como Borgen o House of Cards, que significa Castillo de Naipes, recorren el camino inverso: con recursos de los noticieros y los documentales pretenden convencernos de que así es el mundo del poder.
Cada una por su lado, ambas corrientes han erosionado el muro que separaba la fantasía de la realidad. Disueltos los límites, el espectador ingresa a una tierra de nadie donde ya no sabe qué es verdad y qué ilusión porque es imposible distinguir el grano de la paja. O simplemente porque todo es paja y la realidad real, suponiendo que exista, se torna inalcanzable.
Semejante introducción para decir que la tercera temporada de House of Cards me ha desilusionado. ¿Qué pasó? Pasó que Frank y Claire, esa pareja de villanos extraída de Macbeth, porque la serie original es inglesa, ya han llegado a la Casa Blanca y están obligados a comportarse de acuerdo a sus nuevas funciones, lo que les vuelve predecibles. Para variar, ahora lucen unos toques de humanismo y ciertos escrúpulos que los ablandan. Entonces, el presidente de EE.UU. me pregunta a mí, pobre espectador (en esos apartes en los que Kevin Spacey habla a cámara) si destruye o no a un viejo juez de la Corte Suprema. Y la elegantísima Claire (encarnada por una Robin Wright que viene de las pasarelas y de la cama de Sean Penn, para ser infidente) desafía en sus propias narices al imperio ruso porque se compadece de un activista gay preso en Moscú. Ella que no dejaba títere con cabeza.
En otras palabras, mientras los Underwood se vuelven más ‘humanos’ (y las actuaciones de Spacey y Wright devienen rutinarias), la política exterior norteamericana se convierte en una caricatura. Para no hablar de un Putin de opereta que encaja en el cliché del ruso salvaje. Por todo eso, dudo que al Obama de la vida real, que se había declarado fan de la primera temporada, le siga pareciendo entretenida la serie. Pero, ¿quién diablos sabe cómo piensa el Obama de la vida real, suponiendo que exista? Los Baracks y Vladimires y Hugos Chávez que conocemos, al igual que las estrellas de rock, son personajes cuidadosamente construidos para nuestro consumo.
Hilando más fino, el Putin de House of Cards es la caricatura de una caricatura, la sombra de una ficción, así como el Tin de Bonil es la caricatura de esa figura que ya fue distorsionada por el poder con el único objetivo de ganar unos votos.
pcuvi@elcomercio.org