¿Ya consultó el horóscopo del día?

De mi infancia traigo esta escena vivida en una atestada plaza de Cuenca. Recuerdo que en los feriados, que eran los jueves, acudía al mercado una joven gitanilla ataviada con vistoso y estrambótico atuendo y cuyo trajín era ofrecer horóscopos a quien, por unos centavos, deseaba conocer qué era lo que, ese día, la suerte le guardaba. Su tenderete era simplísimo. Consistía en una mesa, sobre ella una jaula en cuyo interior saltaban cuatro o cinco pericos chillones y una cajita que contenía unos papelitos de colores doblados en cuatro y emplazados uno tras otro. El iluso que caía por ahí podía comprobar que era el azar, ese ídolo sin rostro, el que marcaba su camino. Una vez que la gitana echaba en su bolsa las monedas recibidas, abría la puertecilla de la jaula, emitía un silbido y uno de los pericos saltaba sobre su dedo. La avecilla asida de esta manera era llevada frente a la cajita y luego de mirar, a uno y otro lado con sus ojitos de alfiler, agarraba con el pico uno de esos vistosos papelillos que allí estaban y se lo entregaba al nervioso cliente quien, al fin, podía aplacar la ansiedad leyendo el misterioso mensaje que se hallaba escrito en aquella minúscula carta escogida por un maravilloso mensajero alado.

No son pocos los fanáticos de la astrología, aquellos que creen que son los astros -y su disposición en la esfera celeste al momento de nacer una persona- los que marcan el destino de un ser humano. Esta viejísima idea, concebida por los sumerios hace 6 000 años, perdura convertida en infalible creencia. No hay pruebas científicas que respalden la validez de tal cosa. No obstante de ello, al crédulo no le importa eso. Cabe preguntarse entonces ¿cómo explicar su milenario arraigo en pueblos y civilizaciones de todos los tiempos?

Ortega y Gasset distinguía entre ideas y creencias. Las ideas cambian con el tiempo, están unidas al avance de la ciencia. Las creencias permanecen arraigadas en la vida de los hombres y con ellos atraviesan edades y culturas. Si a las ideas las pensamos, a las creencias las vivimos. Pensar que cada uno carga con un destino que fue marcado gracias a misteriosas influencias astrales es una creencia universal que es asumida con fe ciega tanto por un berebere de Mauritania como por un ejecutivo de Wall Street en Nueva York.

En lo que a mí respecta, rechazo todo determinismo porque, entre otras razones, contraría el concepto de libertad humana. Me repugna la idea de destino entendido como fatalidad (fatum): fuerza superior e incontrolable que direcciona la vida de un hombre o de un pueblo. No hay destinos hechos. Cada hombre, en su libre albedrío, es señor de su destino; escoge lo que es y lo que quiere ser. Termino con esta frase extraída de uno de mis cuentos (‘La celada’): “Después de todo, cada palabra nos define y cada gesto nos retrata, cada acto nos resume y predice nuestro destino”.

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