En el París de los años veinte del siglo pasado, Miguel Ángel Asturias, un joven guatemalteco cuyo rostro semejaba al de un ídolo maya, deslumbró con un libro, ópera prima de su fecundo ingenio, titulado “Leyendas de Guatemala”, un repertorio de relatos míticos y fantásticos extraídos de la memoria colectiva de la gente de su país.
Fue entonces cuando surgió lo que literariamente se conoce como “realismo mágico”. Este joven “risueño y ausente” no fue a París para afrancesarse; al contrario, llevó su América metida en el alma y de ella hablaba a dadaístas y surrealistas en los cafés de Montparnasse; hablaba de los dioses mayas que crearon al hombre con masa de maíz, de los volcanes con ojos que parpadean, de los lagos poblados por espíritus, de los ríos que devoran pueblos enteros, de las selvas que emanan olores y humaredas como serpientes, del quetzal embrujado, del manatí que fue sirena un día y que llora por las noches.
Paul Valery leyó el libro del guatemalteco y quedó seducido; antes que leerlo, lo había bebido. Dijo: “He creído absorber el jugo de plantas increíbles o una cocción de esas flores que capturan y digieren a los pájaros”.
¿Qué descubrieron en Asturias esos surrealistas que, por entonces, se empeñaban en crear un arte que diera cuenta de ese lado oscuro e irracional del ser humano y que Freud lo identificaba como el subconsciente?
La cultura europea se había alejado de las fuentes de lo imaginario. Siglos de racionalismo habían desacreditado toda sensibilidad para aquello que no se regía por las leyes de la lógica y la causalidad.
La tradición mítica europea se había extraviado en los laberintos conceptuales de una fe angustiosa y vigilada por la Reforma y la Contrarreforma barroca, inquisidores que castigaron la imaginación siempre sospechosa, siempre subversiva. El horizonte del misterio se había alejado, cada vez más, de la mentalidad cartesiana.
Los surrealistas, atraídos por el “hombre primitivo” que yace el fondo de la especie humana, no llegaron a vislumbrar “lo real maravilloso (que) comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge una inesperada alteración de la realidad” (Carpentier).
Inventaron enredados métodos para hacer de la creación poética una actividad mágica. Su fórmula era: “El encuentro de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”.
De ahí los desolados maniquíes de Chirico plantados en el centro de la fría geometría de un espacio urbano, los relojes amelcochados de Dalí en un desierto sin memoria. Aquello que los surrealistas franceses no llegaron a plasmar, los latinoamericanos lo hicieron como algo espontáneo, como respirar o bostezar.
Solo había que afinar el oído y escuchar a los pueblos originarios. Como dice Ítalo Calvino en “Las ciudades invisibles”: en casos como estos “lo que comanda el relato no es la voz, es el oído”.