Un hombre de su tiempo

Para América Latina, los años sesenta fueron la edad de oro de sus intelectuales. No es que antes no los hubiera habido: en rigor, ellos han tenido un papel preponderante en nuestra historia desde las postrimerías del siglo XVIII, cuando fue notable su intervención en las universidades de la época o en las sociedades patrióticas que fueron el semillero de las ideas libertarias.

También estuvieron presentes a la hora de redactar constituciones o definir proyectos nacionales, y casi siempre su pensamiento, incómodo para el poder, fue la clave de las reformas o las revoluciones.

Pero fue en los años sesenta del siglo XX cuando los intelectuales alcanzaron su máxima notoriedad, ayudados sin duda por la circunstancia que hacía de nuestro continente un escenario del futuro. La victoria de los barbudos de Sierra Maestra y la proclamación del primer país socialista de América a escasas millas del paraíso capitalista no podía dejar de llamar la atención del mundo entero, en un tiempo tan inclinado al cambio y a la creación de un mundo nuevo.

El vigésimo congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética; la liberación de las naciones africanas; la Guerra de Vietnam; la Revolución Cubana; el Concilio Ecuménico Vaticano II; las rebeliones de París y las matanzas de Tlatelolco y Tianamen; los “focos” revolucionarios, el Che, junto a hechos de otra naturaleza, como la aparición del neorrealismo italiano, los Beatles, el primer trasplante de corazón y otros más, fueron seguidos por el “boom” de la literatura latinoamericana, el primer hombre en la Luna: América Latina era ya contemporánea del mundo y también en ella se buscaba superar el pasado, pero sin olvidarlo, y participar en la creación de un mundo donde la poesía fuera tarea de todos en conjunto para abandonar la torva lógica del dinero y el consumo.

Fue en ese contexto donde apareció también la figura de Eduardo Galeano. Galeano empezó en la narrativa pero no pudo sustraerse a la política: las tareas del momento hacían de la revolución socialista el sueño necesario, y sus antecedentes cubanos demostraban que era realizable. Por eso, Galeano intervino también en la crítica del mundo que había que demoler, y lo hizo a través de un libro que le permitió saltar al primer lugar de la escena. Hay quienes lo leen todavía y lo encuentran lleno de errores: se preguntan entonces cómo fue posible que ese libro apasionara a los lectores fervorosos de esos tiempos. El error consiste en leerlo como si aquel fuera un libro histórico: no lo es. En realidad, es un libro político, como político fue su autor.

Recordando conversaciones con Galeano, me digo ahora que su grandeza está en haber cumplido al pie de la letra el precepto sartreano: ningún escritor se hará perdurable por correr detrás de la inmortalidad, sino por amar su tiempo, por entregarse a él y saber vivir y morir con él. Galeano lo supo, amó su tiempo y llevó su compromiso hasta morir con él.

ftinajero@elcomercio.org

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